Junto al antiguo Real Monasterio de San Jerónimo, fundado en 1408 por fray Vasco de Sousa, un monje venido de Portugal, con el mecenazgo de doña Inés Martínez de Pontevedra, la marquesa del Mérito heredó no solo una joya arquitectónica sino la implícita responsabilidad de continuar restaurándola y mantenerla. Una ardua tarea iniciada con amor y esfuerzo por sus abuelos, José María López de Carrizosa y Garvey --que a su condición de aristócrata unía la de bodeguero-- y la esposa de este, Carmen Martel y Arteaga Fernández de Córdoba. Se cuenta que se debe al entusiasmo de esta noble cordobesa, enamorada del lugar por las excursiones que había hecho con su padre, la compra en 1912 del monasterio o, mejor dicho, de las ruinas que de él quedaban.

--¿Le ha pesado en algún momento el 'encargo' recibido?

--No, pero siempre hay cosas que arreglar. Nos han ayudado buenos amigos y artesanos colaboradores a los que estamos agradecidos. A papá le encantaba este sitio, lo que más le divertía era venir con la familia.

--¿Y también le gustaba a su abuelo, un jerezano que nada había tenido que ver con Córdoba hasta que compró San Jerónimo de Valparaíso?

--Se tomó muchísimo trabajo. Se habla siempre de la abuela pero el abuelo se encargó de todo lo técnico, de la construcción, de traer la electricidad... En el año 1912 esto era un esqueleto, una ruina; no quedaba nada dentro, ni un mueble, ni un cuadro, ni un plato. Y había habido iglesia, huerta, taller, biblioteca, cocina, hospedería para 60 personas y hospital. No había puertas ni ventanas, y llovía dentro. Estuvo 70 años vacío y el deterioro fue muy deprisa. No había ni vegetación, aunque luego creció rápidamente.

--Total, que fue partir de cero.

--Peor que de cero, porque es más fácil hacer algo nuevo desde los cimientos que arreglar una piedra por aquí, otra por allí. A mi abuela le divertía muchísimo el arreglo, corrió por toda Europa buscando muebles y adornos. Y en cinco años los trabajos estaban muy avanzados. Mi tía se casó aquí en el año 17. No llegué a conocer a mi abuela, pero dicen que era muy graciosa. La nombraron académica en 1924 por su labor en bien de la ciudad.

--Y usted, la tercera generación, ¿qué impronta dejará?

--Pues la consolidación de todo ello, sin nosotros se hubiera vuelto a caer --ríe de nuevo--. Hay que ir renovando siempre la decoración, las telas, las piedras... La torre de la iglesia se acaba de restaurar y ahora estamos con la cúpula. Hay que ir trotando de un lado a otro para ver qué falta.