NACE EN TORREDONJIMENO (1921).

TRAYECTORIA COFUNDADOR DE CANTICO, ILUSTRO SU REVISTA. ES HIJO ADOPTIVO DE CORDOBA, MEDALLA DE ORO DE LA PROVINCIA Y DE ANDALUCIA.

A Ginés Liébana le sienta bien venir a Córdoba. Es como si nada más bajarse del AVE le inyectaran felicidad en grandes dosis. Y eso es decir mucho tratándose de un optimista vocacional --aunque con un exquisito poso de melancolía en la trastienda-- que se marchó en los años 40 huyendo del aire asfixiante de la ciudad y desde entonces no ha sido otra cosa que un "exiliado alegre" a pesar de todo y de todos. Así sigue, liviano, coqueto y pinturero como siempre, sin tener que reprocharle al peso de sus 91 años más que un fastidioso dolor en el pie derecho que le impide subir los escalones a pares, como solía hacer hasta ayer mismo casi este travieso ser alado tan libre e iconoclasta como los ángeles que pinta.

La noche anterior a la entrevista, mantenida en el hotel donde se hospedaba, el único superviviente de Cántico junto a Pablo García Baena --su amigo desde hace 80 años-- había recibido un agotador baño de multitudes en el Palacio de la Merced, donde la Diputación le entregó la Medalla de Oro de la provincia. Pero esa mañana no había en Liébana, que por la tarde recibiría otro homenaje en Villa del Río, la menor huella de cansancio. "El secreto está en que me divierte mucho trabajar y en el sentido del humor, que ha sido lo mejor que ha habido en mi vida. Por ejemplo, escribo burlándome de la literatura dentro de la literatura, no tengo prejuicios", confiesa este pintor que escribe (mucho) y viceversa, un artista diverso y disperso para el que la creación no tienen fronteras. --Tiene ya todos los galardones institucionales que se pueden tener. No está mal para alguien que siempre se creyó ignorado por la oficialidad, ¿no cree?

--Es que cuando han dicho algo bueno de mí he creído que era un elogio de la gente que me quiere. Pero ahora he descubierto que gente que no me conoce... Están entrando. Comprendo que es muy difícil escribir como escribo yo y que te sigan.

--No, si al final va a acabar siendo lo que siempre ha detestado, un "contemporáneo".

--¡Qué horror! ¡Un contempoerróneo ! (se parte de risa jugueteando con las palabras). Pero una cosa es cuando llegas a una edad y se cae por su peso y otra es la cosa forzada de pelearte por estar en el mercado. Los bancos han convertido la pintura en moneda de cambio, y yo siempre he estado en contra de los montajes para vender. Sigo siendo pobre. Trabajo mucho, pinto constantemente, y puedo permitirme el lujo de vender muy barato, porque no me interesa el dinero. Y menos ahora, con el euro tan devaluado, ja, ja.

--¿Por qué será que todo el mundo quiere colgar en su salón un ángel de Liébana?

--¿Te has dado cuenta de que ninguno de mis ángeles se parece a otro? Les doy oficios: toreros, boticarios... de todo. Como el ángel no tiene ombligo porque no nació de mujer, carece de culpa en lo que pueda hacer. Es como Frankenstein que coge a la muchachita y la tira al agua, no sabe que puede hacer daño. Es tan bello un ser con alas que si no existe hay que inventarlo.

--Usted, maestro consumado del retrato, ¿Cómo trazaría el suyo?

--Yo soy un farsante. Soy histriónico y eso me viene de la familia de mi madre, que era de Valenzuela. La chacha Clementina, hermana de mi madre, era genial. Cuando llegó al pueblo un cura joven y guapo, con la cara ya moderna, decía: "Ha llegado el cura, ¡Y es soltero!". Y soy también un fresco, porque sin haber estado colocado me he sabido buscar la vida.

Se la ha buscado "cruzando mares y fronteras", desde que a principios de los años 40 se marchó a Madrid. Y es que, en su batalla "contra la catetez", le gusta presumir de cosmopolita a este dandi nonagenario que a las diez de la mañana luce un pañuelo de seda en el bolsillo de su chaqueta negra de buen corte, aunque luego quite hierro a la indumentaria colgándose collaritos y pulseras de cuero y luciendo un anillo de plata en el pulgar derecho, regalo de Mateo, su hijo. "El éxito me ha parecido un aburrimiento, lo divertido es viajar y quedarse a vivir en los sitios --dice--. Lo mismo en Venecia que en Lisboa o en Río de Janeiro. Allí me fui con una brasileña imponente que tocaba el clavicémbalo. Los demás amores no se pueden contar, pero aquella fue una pasión grandiosa, yo creo que me drogó. Me lo pasé en grande en Brasil".

--Y cuanto más se alejaba, más cercano se sentía a Córdoba.

--Es que Córdoba es muy especial. Esa diversidad de talentos, y

esa tolerancia. Las invasiones en Córdoba eran muy tranquilas, porque la gracia de Córdoba es que no se altera por nada.

--Tuvo una infancia 'triple': en Torredonjimeno (Jaén), donde nació, en Valenzuela y en Córdoba. Hábleme de ello.

--En Torredonjimeno, de donde era mi padre, estuve muy poco. Luego nos fuimos a vivir a Valenzuela y por allí volví luego mucho. Mi hermana Josefina estaba casada con el veterinario y yo pasaba allí los veranos por alejarme del calor de Córdoba. Era un pueblo muy vital.

--¿Cuál es su primer recuerdo de Córdoba?

--Llegué con 5 años y hay una imagen que no se me borra, la de ir yo por Ronda de los Tejares cogido de las dos manos por personas mayores y quedarme admirado de aquella plaza de toros. Y del jardín del hotel Regina, que estaba enfrente. Y conocí muy bien el palacio de mi amigo Pepín Cabrera, en la plaza del Conde de Priego. ¡Madre mía qué belleza! Cuando volvía de Madrid o París, como no tenía casa en Córdoba, vivía allí. Subías una escalera y había un patio, otra escalera y otro patio, todos con fuentes. Por un pasadizo se llegaba a la torre de la Malmuerta. Tenía el palacio un teatro del Duque de Rivas hecho en madera gótica recortada. Una vez fui con Sofía Lancaster, la dueña del Palacio de Viana, porque quería comprarlo.

Achaca Ginés Liébana su condición de nómada --o más bien de viajero romántico, siempre con el lápiz y el cuaderno listos para anotarlo todo-- a lo que vivió en su familia durante la niñez. En ocho años, habitaron siete casas, que él, añorante de la arquitectura de la Córdoba de entonces, recuerda entre lamentos. "La primera estaba en la calle Maese Luis, la típica casa con patio; desde allí se veía un balcón imponente de la casa que estaba en la calle Ambrosio de Morales junto al Teatro Principal, que se cargaron como tantísimas otras y hoy es un solar. Pero no creas que eso de destruirlo todo es de ahora. Echaron abajo la casa de doña Blanca Alvear Sánchez Guerra, que estaba en la confluencia de la calle Málaga con la calle Sevilla, un palacio de mármol con marquesinas inglesas. Y tiraron el Círculo de Labradores y el Mercantil. Y el Club Guerrita, en la esquina de Gondomar con Gran Capitán. Imagínate un salón con una balaustrada a la calle con puertas de cristal, y ahí se sentaba el Guerra con los amigos formando una herradura a ver pasar a la gente. Qué falta de respeto, eso tenían que haberlo conservado por encima de todo".

--¿Y en qué otras casas vivió? --En María Cristina, y en Horno de la Trinidad llegamos a vivir dos veces. También vivimos en la calle Bataneros, y en la calle Cabezas, en una casa que ahora es una pensión. Allí llevó mi padre a unas monjas, cuando el estúpido cainismo que sufrió España.

--¿Cómo fue aquello?

--Escucha, escucha esto que te va a gustar. Un día mi padre oyó que estaban intentando quemar el convento del Corpus Christi, donde está hoy la Fundación Gala; fue hasta allí y recogió a dos monjas. Estuvieron varios días en casa, sentadas en un sillón con los velos echados, hasta que vinieron a por ellas sus familias, gentes muy pobres de Pozoblanco o por ahí. Para mí aquellas mujeres eran un misterio.

Quién le iba a decir a aquel niño dueño de una infinita capacidad de asombro --aún intacta-- que su propia madre acabaría de monja como consecuencia de la guerra. Fue especialmente cruel con los Liébana puesto que les costó la vida al padre y a un hermano, fusilados ambos el mismo día junto a la tapia del cementerio de San Rafael. "A mí no me gusta contar esas desgracias, y mucho menos haciéndome la víctima, porque la cosa es mucho más profunda que llorar --ataja, pudoroso ante cualquier manifestación de dolor--. Fue culpa de la miseria humana, que incluso hay que disculpar. Yo no guardo rencor".

--Y eso que aquellas muertes fueron por pura venganza.

--Mi hermano salió en la Feria de

Mayo en una jaca blanca, con un sombrero de ala ancha gris y chaqueta blanca. Un empleado de Correos, como mi padre, que sale así... Y cuando estalla la guerra se va con un grupo de jóvenes a montar guardia en la fábrica del gas, que estaba en la Fuensanta. Y había uno, primo segundo de la familia que más quería yo --no quiero nombrarla-- que delató a mi hermano. Ahí hay unas historias desgarradoras. A mi padre le costó la vida el haber ayudado a uno que llorando le dijo: "Don Antonio, que he cogido dinero de los giros". "No te preocupes, yo lo pongo y me lo pagas", le contestó mi padre. No se lo pagó, lo que hizo fue delatarlo. Nunca quise ver la cara de aquellos delatores, pero no me gusta juzgar ni quiero lamentarme de nada. Estaba harto de tanta tontería y en cuanto pude me fui. En París no quise hacer política de izquierdas ni de derechas, no valía la pena enfrentarse toda la eternidad.

--Pero aunque prefiriera mantenerse al margen y poner tierra de por medio, le causaría un impacto emocional fuerte ver a su propia madre metida en un convento de clausura, ¿no?

--Bueno, aquello fue... Ver a tu madre tras una reja y otra reja... Es una cosa bellísima que tu madre se meta a monja, a mí me sentó muy bien. Se fue a ver a la tía del que había delatado a mi hermano y le dijo: "Mira, no lo sabe nadie pero me voy a meter en un convento, y antes vengo a decirte que tu sobrino fue el que delató a mi hijo". Y se fue sola a un convento que tenían las Herruzo en Villanueva de Córdoba. Pero como era monja de las que andan por la calle y le producía mucha tristeza entrar en Córdoba, pidió al obispo el cambio y se fue con las dominicas de Villanueva del Arzobispo, en Jaén. Desde entonces fue sor Catalina de Jesús.

--¿Qué queda hoy de la Córdoba de su infancia y juventud?

--El hálito, que no se lo puede quitar nadie. Ni los remodeladores. ¿Pero qué es lo que hay que remodelar?

--¿Le gusta pasear por la ciudad cuando vuelve, como lo hacía de jovencito con su amigo Pablo García Baena?

--Alguna vez he ido por San Pedro, cuando no llegaba el turismo. Allí había una taberna que se llamaba El Sanatorio. Así, si la mujer le preguntaba al marido que dónde iba decía que al Sanatorio en vez de a la taberna y no mentía. Pero no me gusta volver por los sitios que amé y sé que han cambiado. El progreso ha matado la cultura. ¿Y la casa de Romero de Torres? Esa casa era la casa de Córdoba. Ibamos Pablo y yo con las hermanas de Julio. Tenía el jardín unas estatuas mezcladas con las rosas, los árboles cubiertos de enredaderas. Yo hice fotografías y una se ha publicado muchas veces, que era una virgen barroca rodeada de glicinias, cada una de un color. La casa de una dinastía entera de gente de categoría. Y llega la Junta de Andalucía y lo empaqueta todo. Qué vergüenza. Y ahora me he enterado de que han cortado los árboles de la Ribera. En Córdoba no sé por qué hay algo de arboricida.

Aunque la influencia de Córdoba está presente en sus cuadros, entre el simbolismo y lo surreal, la verdad es que Ginés Liébana ha pintado poco esta ciudad ("Tengo en casa un cuadro del río precioso --apunta como excusándose--, lo he redescubierto ahora"). Sus escritos, sin embargo, sí están llenos de tipos, imágenes y lenguaje de resonancias netamente cordobesas que a veces remiten al mundo de Julio Romero de Torres; o al paraíso perdido de aquella Córdoba eterna que resultó no serlo tanto.

--¿Cómo vive su condición de superviviente, de 'Cántico' y hasta de sí mismo?

--Una grata sorpresa gracias al sentido del humor, ja, ja. Es que cuando te ríes 600 músculos se ponen en movimiento.

--¿Y qué quiere ser de mayor?

--¿De mayor? Un sueño imposible que busca la noche. ja, ja, ja.

--¿Cómo quiere ser recordado?

--A mí me gustaría que la gente se riera con las piezas que he escrito para reír. Todo lo hago con humor y con tristeza en el fondo. Pero hay que dejar de llorar. Es como cuando la guerra y después, que sí, que se pasó muy mal. Pero no por eso había que enamorarse de la muerte, de la destrucción como obra de arte. Los artistas querían ser tan transgresores que hubo un momento en que hasta estaba mal visto que te gustaran las mujeres, había que ocultarlo.

--¿Le asusta la muerte?

--Eso es como si me preguntas si le tengo miedo a desayunar; si es una evidencia, para qué hablar de ella. Es una equivocación como un piano hablar tanto de la muerte, se lo decía a Vicente Núñez. Yo no utilizo esa palabra cuando escribo, ni tampoco cementerio, sino jardín.

--A los artistas les gusta saber que dejan para la posteridad su obra a buen recaudo. ¿Se plantea qué será de la suya?

--No, eso me parece una tontería, no me preocupa. A mí me gustaría hacer una exposición en el Reina Sofía para que la gente se enterara de que soy un pintor distinto que ha permanecido indiferente a las modas. Lo demás lo dejaría en Villa del Río y lo regalaría a los amigos.