Dicen que hay personas que nacen con estrella y otras que se estrellan nada más venir al mundo.

Rafael Guerra vivió sus primeros años con sus abuelos en la calle del Viento, en el barrio de Santiago. Hijo de una familia de ocho hermanos, nunca tuvo afición por los estudios. "No entendía las cosas así que no me gustaba ir al colegio y siempre que podía me escapaba". Rebelde y curioso por naturaleza, la calle siempre fue su hábitat natural, el lugar en el que se sentía importante. "Mi abuelo tenía un taller de carpintería y esperaba que yo siguiera sus pasos, pero era muy estricto, quería que fuera del colegio a la casa y a dormir y yo me sentía un prisionero", relata.

La mano dura no funcionó. "A los ocho años empecé a fumar porros y a aprovechar descuidos para quedarme con lo que no era mío". Siempre rezagado en sus tareas, fue muy precoz a la hora de consumir drogas. "Con once años, probé la heroína y con trece estaba totalmente enganchado", confiesa con la mirada perdida. Para aquel entonces, había decidido dejar a los abuelos y vivir con sus padres, en una casa portátil de Las Margaritas, donde todas sus debilidades acabaron por florecer sin remedio. "La ignorancia es muy mala, yo me creía que podía con todo y solo era un niño". Nunca tuvo un espejo en que mirarse. "Mi padre era alcohólico, trabajaba en los derribos, con mi madre se portaba regular, la verdad, pero conmigo bien, cuando veía mis juntas, me castigaba, me pegaba para que no me fuera por mal camino, pero yo era un golfillo y no pudo enderezarme".

En su afán por vivir la vida a zarpazos, Rafael se casó con 15 años y se fue con su mujer a otra casa portátil. "Vivíamos de lo que nos arrimaba su madre y de mis trapicheos", explica sincero, "pero aquello duró poco porque con 16 años ya estaba en la cárcel". El número de tirones, robos y demás delitos que llegó a sumar a esa edad era tan grande que le pidieron 598 años. "También es que por miedo, por ignorante, me comí muchas cosas que no eran mías", aclara, "pero eso es otro cantar".

No era la primera vez que le privaban de libertad. "Ya había pasado por tres reformatorios en Córdoba, en Málaga y en Madrid", pero una vez metido en la droga, perdió el control. Ingresó en la prisión de Córdoba el 18 de enero de 1986 y salió en libertad total en el 2001. En medio, hubo de todo. Fugas, drogas, aumento de penas, robos, hospitales, más drogas... De sus años entre rejas, guarda pocos recuerdos buenos. "A eso no te acostumbras nunca. Yo consumía mucho, solo piensas en evadir el día a día, traficaba para conseguir más droga y jugaba al frontón". Su mujer, que llegó a tener dos hijos de él, de los que solo vive uno, se cansó de esperarlo a los siete años. Años después, sería padre de una niña fruto de otra relación.

Con 33 años, fue considerado enfermo terminal y salió en libertad para morir junto a su familia. "Era un esqueleto, sin defensas ningunas, me aplicaron el artículo 60 porque estaba desahuciado, pero empecé a dar paseos por fuera del hospital, al tiempo volví a comer, a hablar y milagrosamente mejoré". Después de aquel episodio, aún tuvo que volver a ingresar en prisión "para pagar lo que me quedaba". Y a pesar de estar al borde de la muerte, cuando mejoró volvió a consumir droga. Hasta que un día no pudo más. "Desde el 2001, he pasado por tres centros de desintoxicación, en el primero dejé la heroína, luego la cocaína y después las pastillas y la metadona. Ahora estoy limpio". Cuando le pregunto qué le hizo querer dejarlo, no sabe qué responder. "Es un click, darte cuenta de repente que no has vivido y que te estás perdiendo muchas cosas, no sé, no es porque sientas que te vayas a morir o no, sino porque quieres vivir y ser persona". Ahora funciona por objetivos. "Ya he dejado hasta el tabaco".