No sé si allá en la Cartuja de Jerez Antonio Gala llegó a un pacto con Dios o con el diablo, pero lo cierto es que la breve etapa de monje silente --condición para la que no estaba dotado este mago de la palabra-- le sentó tan bien que empezó a escribir como un descosido, diversificando medios y fines. Poco después, empezando los años setenta, cimentaba la fama que aún le persigue --y que no es solo un fenómeno literario sino social--, a través de artículos en la prensa, guiones de televisión, libros y teatro. Pero fue sobre todo su faceta de dramaturgo la que le encumbró, gracias a la belleza de unos diálogos intensos que proporcionan al público tanto placer como dolor de cabeza.

--¿Cómo asimiló la gloria que se le echó encima?

--Si hubiera pensado que la gloria se me cayó encima habría muerto del golpe. La fama es calderilla que hay que ganarse todos los días. No la he asimilado, me parece que es una cosa que no me pertenece. Yo había renunciado a todo lo mío y tenía que cumplir mi misión. Cuando salí de la cura de sueño por la muerte de mi padre se me acerca un día José Luis Alonso para decirme que iba corriendo porque Paca Aguirre y Félix Grande, falsificando mi firma, habían presentado Los verdes campos del edén al Premio Nacional de Teatro Calderón de la Barca, y me lo habían dado y tenía que estrenarse en el María Guerrero.

--Tiene unos lectores que más que fieles son devotos. Sin embargo la crítica no siempre le ha tratado bien.

--La crítica no me interesa. Yo no he dado nunca mi opinión salvo cuando quiero mucho a alguien y escribo el prólogo de una obra suya. El peor enemigo es el de tu oficio. A mí me compensa tener amigos que te saben besar con la mirada, que te acompañan en el sentimiento. Nunca me han enorgullecido de una manera estúpida los piropos y nunca me han amargado los insultos.

--Como figura pública que ya era tuvo un papel destacado en la España de la Transición. ¿Cómo vivió aquello?

--La Transición se hizo con mucha cobardía. Yo soy muy amigo de Santiago Carrillo, y cuando empiezo a hablar de la Transición me dice: "Antonio, no, de eso no". Se hizo de mala manera, se tuvo que pactar. Veníamos de una época de miedo y seguíamos con miedo de que se volviera a armar la gorda. Estaban los falangistas por un lado, los militares por otro, los rojos que se habían quitado el antifaz, los que pensábamos de una manera neutral y con el corazón. Veíamos que lo de las autonomías era una concesión tan mala... Yo me opuse, y cuando se dijo "café para todos" dije: bien, pero el grito de Andalucía será "Troylo perro andaluz". Y fue.

--Y fue usted el primer civil que habló en la Mezquita, cuando en 1976 prologó el Congreso de Cultura Andaluza celebrado en Córdoba.

--Salí de allí para el hospital. Se me acercó tanta gente a abrazarme en aquel congreso que acabé morado. Y dije el grito de "¡Viva Andalucía viva!".

--Eran tiempos de ilusión política a pesar de todos los pesares, ¿no?

--Pero todavía hay que tenerla. La ilusión siempre es a pesar de todo. Quién nos iba a decir lo de esta crisis. Si tradujéramos en pesetas lo que nos cuesta todo mataríamos a la Merkel y haríamos croquetas con ella.