Dicen que el hombre es el único animal capaz de tropezar dos veces con la misma piedra. O lo que es lo mismo, hay personas que necesitan golpearse más de una vez con el mismo muro para descubrir que era más fácil cruzarlo abriendo una puerta.

Hijo de familia numerosa, José Enrique Calderón Vizcaíno nació en un hogar de clase media en el que siempre se olió a sal y a pescado. Marino mercante, su padre vivió media vida en alta mar, alejado de sus cuatro hijos y su mujer, una madre abnegada que dio a luz a Calderón en Almería hace ya 59 años, minutos antes de que su hermano gemelo viniera al mundo.

Al contar su historia, este hombre menudo y de piel esculpida por el paso del tiempo, se salta su infancia con una sola frase: "Yo soy el único garbanzo negro de mi casa", sentencia. Nunca tuvo tiempo de averiguar si era buen estudiante o no. "Dejé el colegio a los 13 años, cuando el profesor que me daba clase murió" y empezó a trabajar en la construcción "acarreando agua para los obreros por 125 pesetas al mes". Con 14 años, ya era ayudante de encofrador y poco después oficial de primera.

Amante del deporte, cambió el cemento y el palaustre por unos guantes de boxeo en 1972. "Con 47 kilos, era peso minimosca", explica, "competí en el boxeo de élite muchos años, recorrí toda España y llegué a ser campeón de Andalucía y de España de selecciones". En el barrio almeriense en el que se crio, pelear con los puños era, más que un deporte, una forma de vida. "De allí salieron muchos grandes de la época, entre ellos José Bisbal, el padre del cantante, que preparó a once campeones del mundo", recuerda orgulloso. A pesar de la nostalgia con la que recuerda su juventud, confiesa que aquel mundo no estaba exento de sacrificios. "Me encantaba subir al ring, pero cada minuto en el tapiz es puro sufrimiento".

Antes de enfundarse los primeros guantes, Calderón ya había dado el sí quiero a su novia de toda la vida, a la que conoció "haciendo guerrillas de piedras". Romántica forma de enamorarse. Aunque con ese precedente, no es de extrañar que el boxeo no supusiera un problema. "Se lo tomó bien, solo me decía que volviera vivo...". Y tanto que volvía vivo. Con 23 años fue padre de su primer hijo, y poco después, del segundo. Dos retoños que no pudieron evitar que el matrimonio acabara disolviéndose 11 años después de haberse consumado.

El divorcio llegó casi al mismo tiempo que el fin de su carrera como boxeador. "Con 31 ya no había nada que hacer", explica con la mirada triste, "y volví a la obra". Aquello fue un golpe. Después de brillar en el deporte, no encajó bien volver al ladrillo y buscó en el hachís, el alcohol y las pastillas una forma de evasión, al tiempo que rehacía su vida con otra mujer. "Estuve enganchado a todo tipo de drogas once años", confiesa, un vicio demasiado caro para su sueldo de albañil que le llevó a traficar para obtener más dinero. En uno de sus viajes a Ceuta, cargado con un kilo de hachís, la Policía lo enganchó y fue directamente a la cárcel. "Me echaron tres años por delito contra la salud pública y pagué dos y medio, entre Jaén y Almería".

"En prisión pasé el mono, me hice fuerte y estaba seguro de que al salir el demonio no podría conmigo otra vez". Al salir, su hijo menor, fruto de su relación con su segunda mujer, le dio un ultimátum: "O la droga o yo", dijo, "y elegí a mi familia", asegura: "Llevo siete años limpio, no he vuelto a probarla".

Se olvidó de la droga, pero volvió a tentar a la suerte. "Con la crisis, mi hijo y yo nos quedamos en el paro y las letras empezaron a angustiarme hasta que no supe cómo salir del agujero y acepté otro viaje". Esta vez a Bolivia. "Tenía que transportar un kilo de coca en las cremalleras de un bolso por 8.000 euros". El resultado, cuatro años de cárcel y multa de 6.000 euros.