NACE EN CORDOBA (1929).

TRAYECTORIA LICENCIADA EN FILOSOFIA Y LETRAS, HA SIDO PROFESORA DE HISTORIA DEL ARTE EN LA ESCUELA DE ARTES Y OFICIOS.

Es muy alta y corpulenta, pero todo en ella rezuma fragilidad y dulzura, aunque, para protegerse, diga que en el fondo esconde un genio que alguna vez se ha visto obligada a sacar de paseo. Nació y creció a la sombra de su padre, Rafael Castejón y Martínez de Arizala, un cordobés que dejó su impronta de científico e intelectual comprometido con su tiempo en muchos ámbitos de la vida de esta ciudad. Y esa imponente huella familiar, que venera, hizo de Rosario Castejón Calderón "un ama de casa corriente y una profesora normal", dice con una tímida sonrisa que no la abandonará durante toda la entrevista. Una mujer, en suma, que nunca quiso saltar sobre su sombra ni aprovecharse de las muchas cualidades que encierra para permitir que fueran otros los que brillaran.

Nos recibe en su casa de la calle Maese Luis, una bonita vivienda de dos plantas que para Rosario Castejón (Rosarito la llaman quienes la conocen de siempre) debe ser algo así como un pisito, acostumbrada a moverse toda la vida por las estancias señoriales y el jardín de la magnífica residencia de los Castejón, situada junto a la cuesta del Bailío y hoy convertida en hotel de cinco estrellas. "Desde que la vendimos vivo aquí, donde había estado la Escuela de Turismo, pero yo sigo teniendo aquella casa en mi cabeza --reconoce--. Si quiere le enseño viejas fotografías".

--¿Cómo era su casa?

--Era una casa grandísima. Cuando yo era pequeña vivíamos arriba, porque como había sido cuartel de la Guardia Civil, estaba muy destrozada cuando la compró mi padre. Tuvo que hacerle muchas obras. Al principio vivimos en la parte que estaba mejor, porque había vivido en ella el coronel. Había un salón con pinturas del Gran Capitán que nosotros conservamos.

--La casa había pertenecido a un familiar de don Gonzalo Fernández de Córdoba, ¿no?

--Perteneció a un pariente del Gran Capitán que fue bailío (oficial de una orden religioso-militar que administraba justicia en nombre del rey), de ahí lo de Casa del Bailío. La compró don Alonso Fernández de Bocanegra, hijo natural del hermano mayor del Gran Capitán. Pero mi padre contaba que la casa existía desde la época de la Reconquista, y quizá ya estuviera allí en tiempos de los romanos y árabes. La prueba es que se hallaron vestigios romanos que ahora se ven en el hotel a través del suelo acristalado que han puesto.

--¿Usted ha visitado el hotel?

--He visto fotografías. Aquello ya no es mi casa.

--Me han dicho que su padre le compró la casa al torero Machaquito, ¿es cierto?

--Sí, era propiedad de Machaquito pero nunca vivió en ella. Mi padre se enteró de que el torero quería echarla abajo para hacer bloques de pisos. Es que ya le digo que estaba muy deteriorada por lo de la Guardia Civil, que incluso siguió allí después de comprarla mi padre hasta que hicieron los cuarteles nuevos. Eso me parece que fue antes de nacer yo, en 1927 o por ahí, reuniendo los ahorros de la familia.

--Que no debían de ser pocos, porque los Castejón era una saga adinerada, ¿no?

--No lo era. Mi abuela materna también ayudó. Pero comparado con las cifras desorbitadas que se manejan hoy aquello era poquísimo dinero. Salió barata pero eso sí, toda la vida vi obras en aquella casa. Cuando arreglaban una parte nos mudábamos a ella, y así vivíamos, del piso alto al bajo o al revés. En la Guerra Civil mi madre arrendó la parte alta, que era la que estaba mejor. Pero la planta baja era más agradable, tenía el jardín, en la entrada por la calle Torres Cabrera, y grandes patios. Había dos a la entrada que daba a Ramírez de las Casas Deza, y otros más chicos. En invierno era una casa muy fría, calentábamos las habitaciones donde vivíamos pero las otras eran como Siberia.

--No solo su padre, me consta que también usted ha luchado mucho por mantener esa casa.

--También. Yo hubiera querido que nuestros hijos siguieran viviendo en ella. Como era muy grande, se podía partir entre mis dos hermanos y yo. Mi marido hizo los planos, y mi hermano Rafael, que vivía en Madrid, estaba de acuerdo, pero mi hermano Francisco insistió en que era mejor venderla y llevaba razón. De mis cuatro hijos, dos hijas viven en Alemania, otro vivió algún tiempo en México, y aquí solo está la pequeña, casada con un inglés --ya ve, tengo la ONU en casa--. No hubiera podido reunirlos como quería.

--Así que llegó el hijo de Alicia Koplovich, vio la potencialidad de un negocio hotelero de altura, y les hizo una buena oferta...

--El aceptó lo que se le pidió, que hasta salió en el periódico. Me parece que fueron 600 millones de pesetas, pero no fue demasiado si se piensa lo que subieron luego las casas por entonces. Con mi parte compré esta casa.

Hablamos en una salita junto al pequeño patio. Flanquean las paredes dos retratos que Rosario hizo de sus hijas bellamente enmarcados, y solo eso, los marcos dorados, junto a un piano que tocó su madre y luego ella, destacan en este recibidor de elegante austeridad. Bueno, y los álbumes de fotos que me muestra, forrados con telas de florecitas, que conservan intacto el aroma de otros tiempos.

--¿Cómo recuerda su infancia?

--El jardín era mi delicia, la de mis hermanos, mis primos... Jugábamos a las cosas corrientes de los niños de entonces: al escondite y al hilo cortao , que consistía en que si perseguías a uno y se cruzaba otro por medio entonces ya tenías que perseguirle a él. Cosas así.

--También para su padre la Casa del Bailío sería el jardín de las delicias, porque ya es feliz casualidad que siendo aficionado a la arqueología se hallaran restos en su propia vivienda.

--Ya lo creo, el colmo del arqueólogo (ríe). Vivíamos al fondo de la casa, y para llevarnos el carbón y esas cosas había que pasar por todas las galerías, por eso mi padre pensó en hacer un pasadizo subterráneo hasta la zona de servicio, y al hacerlo se encontró con las ruinas romanas. Eran muy fresquitas, en verano bajábamos allí a pasar ratitos.

--Las visitas alucinarían, ¿no? ¿Qué decían sus amigos?

--Como nos conocían de siempre, no se sorprendían. Jugábamos con nuestros primos, hijos del hermano de mi madre. Yo siempre había deseado tener una hermanita pequeña, y eso fue para mí mi prima María del Valle, que luego fue profesora de Conjunto Coral. Yo estudié el Bachiller en el Colegio de Santa Victoria. Entonces los padres estaban muy pendientes de los hijos, cosa que veíamos muy natural. Mi pena es que casi todas mis amistades y muchos familiares ya no están en este mundo. Espero que estén en el cielo, mucho mejor que aquí.

No todo fue feliz en aquella casa y en aquella infancia. El estallido de la guerra supuso un importante sobresalto para una familia que había destacado por sus ideas liberales y claramente inclinadas hacia el regionalismo. Rafael Castejón y su hermano Federico, que fueron diputados desde muy jóvenes, habían tenido un activo papel en la gestación del andalucismo. Estuvieron presentes en los primeros congresos de Ronda y Córdoba, así como en el que en 1933, también en esta ciudad, se encargó de redactar el anteproyecto del Estatuto Andaluz. El caso es que todo ese pasado político le costó a su padre una detención, y a la familia entera pasar toda la guerra con el miedo en el cuerpo.

--¿Cómo vivieron el encarcelamiento de su padre?

--Estuvo detenido en septiembre del 36 en el Alcázar de los Reyes Cristianos sin saber por qué. Pertenecía al Partido Radical de Lerroux, a esas alturas muy moderado. Pero republicanos habían sido todos, hasta Franco y Queipo de Llano. El mismo Lerroux, cuando ya Vaquero y otros se habían exiliado, le aconsejó por carta que se uniera a la rebelión de los militares. Fue al Gobierno Militar a ofrecerse a ayudar en lo que fuera pero de poco le sirvió. Luego lo desterraron a Orense por mediación de mi tío Federico, para protegerlo de las venganzas. Y recuerdos de guerra, aparte de la ausencia de mi padre, que duró como un curso, tengo el de los bombardeos. Bajo la escalera principal de mi casa había un refugio público. Mis hermanos se ofrecieron voluntarios; Francisco, con 13 años, cuidaba de las palomas mensajeras en el frente con su amigo Rafael Castiñeira, con un fusil para dos. Y a mi hermano Rafael, que tenía 15 años, lo tenían de vigía en las torres de las iglesias. Tenía que tocar las campanas cuando veía llegar los aviones.

--Avancemos en el tiempo. Hábleme de usted, por ejemplo de su experiencia como profesora de Historia del Arte en la Escuela de Artes y Oficios hasta su jubilación.

--Me gustaba la enseñanza. Daba clases desde primero a quinto, y creo que me llevaba bien con mis alumnos. En primer curso aquello parecía el cine de las tres, porque eran muchísimos, y yo les mostraba diapositivas. Supongo que les transmití mi amor a Córdoba. El amor a las cosas que uno ama se inculca sin que te des cuenta.

--Además de enseñar, usted pintaba, y fue a través de la pintura como conoció al que fue su marido, Juan Serrano, ¿no?

--Sí, como era la única niña, mis padres me pusieron profesor de pintura, don José Manuel Rodríguez; también me dieron clases de música, a la que había mucha afición en casa por la rama materna. Antes tocaba algo ese piano, ahora me da coraje no poder tocarlo por la artrosis. Y en cuanto a la pintura no era creativa, mi marido sí.