LUGAR DE NACIMIENTO: ZARAGOZA (1920).

TRAYECTORIA: DE NATURALEZA EMPRENDEDORA, ESTE ARAGONÉS FUE MONTANDO DIVERSOS NEGOCIOS QUE ABARCARON DESDE LA HOSTELERÍA A LAS AUTOESCUELAS, CUYA ASOCIACIÓN PRESIDIÓ DESDE 1962 HASTA SU JUBILACIÓN EN 1987.

Cumplidos los 91 años, Eduardo Rodríguez Pina sigue siendo el mismo de siempre: un señor bigotudo, alto y de fuerte complexión, ademanes urgentes e imperativos --casi castrenses, y eso que los militares nunca acabaron de gustarle--, rostro severo y corazón enamoradizo. Después de una larga vida encallecida en cien mil peripecias donde convivieron con naturalidad la política con los negocios, sin que ambos mundos se contaminaran entre sí más allá de las fronteras de la ética, escuchas al histórico socialista y empresario atrevido narrar sus recuerdos --cosa que hace con tanta exuberancia de detalles que haría falta una biografía en dos tomos para recogerlos todos-- y es como si te pasara por delante la película de lo que hemos sido durante el último siglo. Una cinta rodada a medias entre el blanco y negro de la ceniza de postguerra y la clandestinidad, cuando o te espabilabas o te quitabas el hambre a tortas, y los colores del despegue económico y la llegada de la democracia, que tantos sueños de papel (en su caso de papel periódico) sembraron entre las viejas y las nuevas generaciones.

La historia de amor con Córdoba de este zaragozano al que cada vez se le nota más el acento maño se remonta a siete décadas atrás, cuando un mes de agosto de 1941 descendió de un tren con su familia, arrastrada hasta estas tierras del Sur por culpa de la política, concretamente por los 700 kilómetros de destierro que le impuso al padre la España ganadora por la venganza personal de un falangista. "Mi padre era ferroviario, maquinista de la línea Madrid-Zaragoza-Alicante, y en 1934 había denunciado a un compañero que por estar bebido no cumplió su obligación; y éste, que era un chuleta impresionante, en el año 36 se hizo falangista y mató a muchas personas --dice--. No pudo matar a mi padre, pero lo acusó nada menos que de ser agente de Moscú. Lo metieron en la cárcel de Torrero y se libró de que lo fusilaran gracias a una hermana de mi madre que cosía a la hermana y la madre del comisario jefe de policía. Tuvo también la suerte de que la familia de mi madre era muy de derechas y muy beata y gracias a sus buenos informes readmitieron a mi padre en la Renfe, pero le impusieron un destierro de 700 kilómetros. Lo mandaban a Mérida, pero eligió Córdoba porque aquí tenía un cuñado que había sido ferroviario, aunque como estuvo también en la cárcel y lo habían echado de la empresa se metió a lotero".

--¿Qué impresión le causó aquella Córdoba de 1941?

--Horrorosa. Y eso que la salida de Zaragoza había sido lamentable. Nos fuimos sin despedirnos de nadie, contar lo que nos pasaba era jugarse la vida. Estuvimos tres días viajando en un vagón de mercancías con todos los muebles. Pero la sensación al llegar fue muy desagradable. Aquí, con el calor que hacía, no había ni una mala piscina, solo la de la calle Zarco en Santa Marina y una alberca por Las Margaritas, en la Huerta de los Mudos, pero eran para mujeres. Un día, cuando hubo unas fiebres tremendas que llamaban "del piojo verde", vi por la avenida de los Tejares a una persona muerta y agarrada a un árbol, caída al suelo, sin que nadie tapara aquel cadáver con una sábana o una manta. No había comida, la gente comía lo que pillaba y había muchas enfermedades y contagios.

--¿Cómo se las ingeniaron en tan dramáticas circunstancias para salir adelante en una ciudad desconocida?

--Mi madre puso una pasamanería en la Huerta de la Reina y con el tiempo le fue bien. Yo, que era el mayor, lo primero que hice fue meter a mi hermano pequeño en los Salesianos y a mi hermano Pepe, que es un manitas de la electrónica, conseguí que don Federico Algarra lo colocara en Radio Córdoba de ayudante de técnico. Y yo me coloqué en la Comisaría de Recursos de la Zona Sur, donde no había más que franquistas y falangistas. Era muy difícil entrar en aquel organismo que era el que controlaba la distribución de los alimentos, ten en cuenta que por entonces había cartilla de racionamiento y te daban un cuarto de litro de aceite por persona y mes. A las personas que trabajaban allí les daban un litro, y había un economato donde pedías lo que querías.

--¿Y cómo consiguió trabajar en un sitio tan disputado?

--De una forma muy sencilla. Siempre he sido muy honrado, no he ocultado nada --salvo las

ideas políticas durante el franquismo, qué remedio--. Yo fui un día a la Comisaría de Recursos, que estaba en la Calle Nueva, y pregunté quién era el jefe. Me dijeron que un tal don Antonio García de la Cruz, un hombre con diez u once hijos muy religioso y camisa vieja, pero una gran persona. Me preguntó si era excombatiente y le dije que sí (había formado parte de la "quinta del chupete"), y excautivo, porque la guerra me sorprendió de excursión en Ordesa con los boys scouts y nos metieron en un campo de concentración. Pero yo vi aquella oficina llena de chupatintas fascistas que escribían a mano en mesas corridas y pensé que nunca conseguiría el empleo, de modo que me ofrecí a trabajar sin cobrar. Y claro, a la primera vacante que se produjo me contrataron por seis meses.

--Y vuelta a empezar, ¿no?

--Sí, pero yo había dejado mi personalidad y mi buen hacer. Me fui de eventual al Servicio Nacional del Trigo, y así estuve de un lado a otro hasta que me hicieron oficial en la Comisaría de Recursos. Para ello me pidieron el carnet de Falange, a la que odiaba porque habían querido matar a mi padre. Pero había sido del Requeté aragonés y me valió para pedir un certificado. Y te voy a contar otra cosa que me pasó. En el año 1943 me entero de que iban a salir plazas de jefe de almacén del Servicio Nacional del Trigo, donde yo había trabajado y sabía que en ese puesto, siendo honrado, te hacías rico el primer año porque se compraba el grano seco y luego lo vendían en invierno con más peso por la humedad. Hice la oposición en Sevilla y la aprobé, pero me pedían un aval de 10.000 pesetas como garantía que tenía que ingresar en el Banco de España, y como no las tenía me quedé sin tomar posesión del cargo.

--Supongo que al final se alegraría, porque no parece que le gustara mucho la administración. De hecho la plantó en cuanto pudo para buscarse la vida por libre, ¿no?

--No me gustaban ni los comentarios que oía ni las corrupciones que había no solo en Córdoba, sino a nivel nacional. Había mucho estraperlo y derroche, y me dolían las diferencias entre unos cordobeses y otros cuando nosotros estábamos administrando una comida que no era nuestra, sino del pueblo. Por decir esas cosas dijeron "Huy, huy, este es comunista". Un jefazo había tenido en su poder un informe sobre mí que era como para llevarme al paredón.

Así es que entre aquel informe político en su contra que le metió el miedo en el cuerpo y el escaso futuro que la mediocridad de la oficina brindaba a este hombre nacido para no quedarse quieto, todo empujaba a Eduardo Rodríguez Pina a hacer borrón y cuenta nueva en busca de otros alicientes laborales. Lo cuenta haciendo alarde de memoria --aunque a veces pierda el hilo y nombres, fechas y hechos afloren ajenos a las leyes del tiempo--, sentado ante la mesa del despacho donde le gusta refugiarse, en el sótano del céntrico edificio que comparte con su segunda esposa (enviudó hace tiempo y se casó con una mujer más joven que él). Ella mientras, arriba, ultima los preparativos del viaje que al día siguiente, como todos los años, emprenderán ambos a Zaragoza. "Para refrescar las raíces", dice él echando una mirada nostálgica a las fotos que desde la pared lo muestran joven y deportista, coronando picos nevados con expresión concentrada.

--No puede quejarse del éxito de su primer negocio, La Teatral, aquella taquilla de reventa de entradas que ha permanecido en una esquina de Las Tendillas hasta hace poco. ¿Por qué decidió montarla?

--Porque necesitaba muy poca inversión y sabía, por otro negocio igual que había montado en Sevilla el tío de los Morancos, que se ganaba dinero. En Córdoba estaban las salas Duque de Rivas, el Gran Teatro, el Góngora, el Cinema Liceo, el cine Magdalena... y era imposible conseguir una entrada numerada a las siete de la tarde. Y estaban los festivales que organizaba el Ayuntamiento en el Alcázar de los Reyes Cristianos, y los toros y el fútbol, que

también se hacía dinero con ellos. Mi madre, que era una baturra de armas tomar, me dijo que me iba a estrellar, pero la taquilla se mantuvo muchísimos años, hasta que mi hermana, que la llevaba, cayó enferma. Con la última corrida de El Cordobés ganamos 140.000 pesetas.

--Y mientras, usted a lo suyo, montando otras empresas.

--Sí, monté un salón de limpiabotas en la calle Morería, Dandi lo llamé; estaba al lado del restaurante Miguel Gómez, que era el mejor de Córdoba; lo dejé a cargo de mi padre cuando se jubiló, hice feliz al hombre. Abrí con un socio la agencia de viajes Baisas, que instalé en el local donde había estado la pescadería de mis suegros, aquí mismo, en el edificio que había en este mismo solar. Gané mucho dinero con ella, pero tuvimos un competidor muy jodido, el dominico Carlos Romero, que organizaba viajes para obreros y sus familias desde las Hermandades del Trabajo.

--Es curioso que se le ocurriera montar una agencia de viajes en una época en que nadie viajaba ni se sabía aún que el turismo fuera un gran invento.

--Porque intuí una necesidad, todo lo que he hecho en mi vida ha sido respondiendo a necesidades. El Córdoba estaba a punto de subir a Primera División y allí había una mina, como así fue. Me pasó igual cuando luego abrí en el mismo edificio la cafetería Moka. Quería crear algo de calidad que no hubiera en Córdoba. Que se diera café natural, no torrefacto, y un buen churro; me recorrí media Andalucía hasta dar con un churrero bueno. Lo encontré junto al mercado que hay en el centro de Málaga. ¡Madre mía qué churros! Don Antonio Aranda se llamaba el dueño, que no le daba la fórmula a nadie. Yo me enteré de que le gustaban los toros y me lo gané regalándole una fotografía de El Cordobés. Y a Madrid me fui para encontrar la mejor máquina de perritos calientes y las mejores salchichas.

Este nonagenario de espíritu joven que ahora, ya cansado de tanta charla, habla con el mismísimo acento del actor Paco Martínez Soria (setenta años en Córdoba no impiden que le tire la tierra aragonesa de la infancia), destaca que su mayor logro fue la primera autoescuela que se creó en Córdoba, a la que puso el nombre de una ciudad "que siempre se ha portado bien conmigo". A su autoescuela se fueron uniendo otras que nacían al calor de un tiempo en que todo el mundo soñaba con poner un coche utilitario en su vida. Hasta que el sector, ya afianzado, decide organizarse y nombra en 1962 a Rodríguez Pina presidente de su asociación provincial, cargo que ostentó con algún paréntesis hasta su jubilación en 1987. "El primer coche que tuve fue un Renault Primacuatre con frenos de varilla --recuerda--. Tuve la suerte de fichar como profesor de mecánica a un capitán, don Gaspar Lahoz, que era clavado a Victorio de Sica, y fue el que dio prestigio a la autoescuela. Yo di clases cuando lo ascendieron a teniente coronel y se fue a Madrid".

--Su última 'empresa' fue distinta a todas las demás, la de formar parte primero del consejo de administración del periódico 'La Voz', y luego del CORDOBA. ¿Qué recuerdos guarda de esa experiencia?

--Pues buenos. Llegué de la mano de Guillermo Galeote. Yo en Córdoba era muy conocido, y él pensó que yo podía ayudar a buscar clientes para el periódico, porque en La Voz ni las esquelas mortuorias las quería la gente. Preferían ponerlas en el CORDOBA, que era el periódico decano, el de la ciudad. Pero en Córdoba estaba haciendo falta un periódico de izquierdas. Aquella aventura duró solo tres años, no se podían aguantar las pérdidas. Siempre pensábamos: "Mira que si nos quedáramos con el CORDOBA... La que íbamos a liar". Y así fue, cuando salió a subasta en 1984, arriesgamos y lo conseguimos.

--¿Cómo ve la Córdoba actual?

--Ha cambiado por completo, es una ciudad mucho más interesante. Aunque el cordobés tiene un defecto, y es que todo le resbala, se cree que con tener la Mezquita es suficiente, no admite innovaciones. Y en la vida no hay que conformarse, hay que luchar por avanzar.

--Con lo buscavidas que ha sido usted y entre tanta cosa como ha hecho, ¿cuál de ellas metería sin dudarlo en el baúl de los recuerdos?

--Mi época de montañero. ¿Tú sabes lo que es escalar solo una montaña, buscando el camino más difícil? Cuando llegas arriba no hay quien te aplauda, pero es inmensa la satisfacción de haber vencido el obstáculo. Tengo dicho que cuando muera esparzan mis cenizas en Monte Perdido, allá por el Valle de Ordesa.