No sé en quién pensaba el escritor argentino Ernesto Sábato cuando dijo que "el artista debe de ser mezcla de niño, hombre y mujer", pero el día que leí su frase, yo pensé en Deborah.

José Antonio Quintero Pérez, conocida en el mundo de la farándula como Antonelli durante muchos años, Deborah para los amigos, nació en Huelva en 1947. Mal año para venir al mundo en España si tu opción sexual, la transexualidad, no era la preferente, más bien era la opción impensable. Con solo 3 años, se vino a vivir a Córdoba y con 5 su pluma era más que evidente. "A mí se me notaba la feminidad de toda la vida", afirma con desparpajo, "y aunque mis padres siempre me aceptaron tal cual era, yo sentía que había algo que no era normal y eso, la verdad, se llevaba regular".

Recuerda su infancia como un periodo difícil en el que la educación se le negó por el hecho de ser un niño amanerado. "Me echaban de todos los colegios porque era un peligro para la sociedad, decían". Con solo siete años, hijo único, dejó de intentar encajar en la escuela y empezó a trabajar. "En los años 50, la cosa estaba muy mal, así que venía bien que yo echara una mano con un jornal". A esa edad, trabajó en el campo y como pintor de brocha gorda hasta que, a los 16 años, decidió probar suerte con su verdadera vocación, el arte. Con la voluntad férrea de triunfar, se fue a Valencia. "Fue allí donde empecé a bailar y a cantar flamenco y copla", explica con una sonrisa. En 1966, "con Franco aún vivo", debutó como transformista. "Estábamos tres en España, la Cuchinnelli, Francis y yo, Antonelli".

En un ejercicio de hipocresía redomada, el régimen hacía la vista gorda con el espectáculo siempre que "al final, nos descubriéramos como hombres", recuerda. A pesar de la represión y de los celos que despertaba en el gremio, Deborah vivió sus años dorados en los escenarios en plena Dictadura, que le dio la oportunidad de recorrer todo el mundo. Fueron años de triunfo, en los que trabajó con la compañía de Antonio El Bailarín primero y luego como estrella del transformismo, "pero también fueron tiempos muy duros porque la homosexualidad no estaba bien vista y muchas veces tuve que correr delante de la Policía para que no me metieran presa por ser diferente", explica mientras me enseña fotos de la época.

"Con Franco, yo ya llevaba los muslos al aire"

Su afición por el carnaval, al que siempre ha prestado su arte altruistamente, la llevó a prisión siendo todavía un niño. "Nos cogieron a mí y a otras dos en Sevilla y nos metieron en prisión 15 días por ir vestidas de mujer", explica, "nos dieron a elegir entre eso o tres años en un correccional de menores". A pesar de aquel episodio, no ha faltado un año al carnaval. "En la Dictadura, la gente quería al carnaval más que ahora aunque estaba totalmente prohibido y la gente nos tapaba para que la Policía no nos viera al pasar", dice, "porque con Franco, yo ya llevaba los muslos al aire", confiesa en un tono que hace pensar que siente nostalgia de aquella época. "Te voy a decir una cosa, la gente ahora tiene muy poca vergüenza y aunque parezca que todo el mundo es muy moderno, no es así, para ciertas cosas hay hasta más prejuicios y racismo".

Aunque no parece guardar resquicio alguno de resentimiento, reconoce que ha sido víctima del rechazo social en muchas ocasiones, algo que, lejos de achantarla, la reafirmó en su personalidad. Afortunada en el plano sentimental, conoció al amor de su vida hace treinta años. Contra todo pronóstico, es una mujer, Amparo, una vedette con quien compartió escenarios que se enamoró de Deborah cuando ella todavía era un hombre y que siguió y sigue queriéndola también como mujer. "Fue amor a primera vista", dicen al unísono.

A día de hoy, Deborah y Amparo viven a caballo entre Córdoba y Valencia. "El último espectáculo que hicimos fue hace cuatro años, ahora la cosa está muy mal de trabajo".