Desde que era niña soñó con ser el ojito derecho de su madre. Creció viéndola ahogar sus penas en una botella y, a fuerza de buscar el cariño que ella le negaba, acabó sentada al otro lado de la mesa, compitiendo por el último sorbito de vino. "De mi infancia solo tengo dos recuerdos buenos: ver a mi madre aprender conmigo a leer y a escribir y un viaje que hicimos juntas con una de mis hermanas". Empezó a beber vino tinto con 15 años y acabó atrapada en "una película de terror" en la que ella era la protagonista y vivía enganchada a una botella de whisky. "Dejé los estudios con 17 años y me puse a trabajar en la empresa de mi padre, un hombre callado que siempre me ha adorado aunque nunca le fue fácil expresar sus sentimientos". Su alcoholismo silente fue transformándola en una mujer esclava de su adicción, la reina de un sinfín de noches de fiesta que siempre acababan en locura, "días de vino y rosas" que la condujeron sin remedio a un callejón sin salida. "En esa época, bebía sin parar, pero no comía", recuerda con un hilo de voz, "así que llegué a pesar 32 kilos". Tal y como ella se veía, "no estaba delgada", pero aquel verano le fue diagnosticado un trastorno de la conducta alimentaria del que sigue estando en tratamiento. "La anorexia es como una enfermedad crónica con la que hay que aprender a vivir y que te obliga a que otros controlen lo que comes o dejas de comer", comenta sin tapujos.

Ese mismo año, incapaz de dominar su alcoholismo, decidió dar el paso y pedir ayuda. "Bebía sola en casa hasta perder el conocimiento y luego me sentía culpable, muy culpable. Me di cuenta de que sola no podía salir de aquello y que cada vez sufría lagunas mentales más frecuentes y más prolongadas, temblores, insomnio, autolesiones...". Angustiada, acabó confesándose a su hermana, una especie de ángel de la guarda que siempre tuvo la mano tendida para ayudarla a levantarse. "Me preguntó muchas veces qué es lo que me pasaba, pero no era capaz de decírselo. Cuando se lo conté, no dudó en cancelar sus planes y ayudarme. Jamás podré agradecerle todo lo que ha hecho por mí", confiesa emocionada. "Al poco tiempo, después de las averiguaciones que hizo por mí, ingresé en Cruz Roja", comenta mientras se quita las gafas de sol para mirarme a los ojos, "yo creí que aquello sería como en las películas, que te sientas en un corro y dices: Hola, soy Fulanita y soy alcohólica", explica con una sonrisa cargada de ternura, "pero lo primero que dije es ´yo no sé hacer nada si no estoy colocada". El camino para salir de aquel túnel fue tortuoso y lleno de obstáculos. "Los primeros meses fueron una pesadilla, llegué a guardar alcohol en un bote de gel", recuerda, "fue una experiencia horrible, una auténtica tortura, pero conseguí salir porque tenía tantas ganas de ser libre de aquella esclavitud".

De no saber hacer nada sobria, de vivir anestesiada, "pasé a disfrutar de las cosas pequeñas de la vida, me di cuenta de todo lo que me había estado perdiendo. De alguna manera, volví a nacer", afirma segura.

Superado el alcoholismo, los altibajos emocionales y los sentimientos desbordados no desaparecieron, lo que la obligó una vez más a acudir a un médico del alma. "Desde los 19 años, he ido al psiquiatra, pero hasta hace poco no dieron con lo que tenía, un trastorno bipolar que me hace vivir en una montaña rusa constante", explica sin rodeos. Retirada por incapacidad laboral, vive sola y así quiere seguir. "Las relaciones sentimentales, de momento, no me sientan bien", sentencia rotunda. "Si quiero salir o desahogarme, puedo llamar a mis amigas, todas saben mi historia porque nos conocemos de toda la vida, siempre han estado ahí, apoyándome, las quiero un montón".