A esta mujer menuda y enérgica, aunque de maneras tan suaves como su voz, algunos la recordarán por su paso, breve, por el Ayuntamiento, donde durante el primer mandato de Rosa Aguilar llegó a ser teniente de alcalde de Presidencia. Sin embargo para Angeles Córdoba esa dedicación política, que emprendió ya jubilada, no fue sino una anécdota de la que no guarda buen recuerdo, aunque, prudente y amiga de sus amigos, prefiere pasar de puntillas por aquel episodio vital y proclamar que lo suyo siempre fue la enseñanza. La ejerció con entusiasmo y dedicación --como todo lo que acomete, pertinaz y pundonorosa hasta el extremo-- en varios niveles educativos, desde el instituto y colegios privados a la Escuela de Magisterio, si bien la mayor parte de su trayectoria profesional la desarrolló como inspectora de enseñanza. Esta es, pues, la historia de una maestra; y de la Córdoba a la que contribuyó a hacer un poco más sabia a través de varias generaciones de estudiantes.

--Su puesto durante treinta años como inspectora de Educación Primaria, seis de ellos ocupando la jefatura provincial, debió de resultarle una atalaya privilegiada para tomar el pulso a la docencia. ¿Ha cambiado mucho la enseñanza en Córdoba?

--En contra de algunas críticas que a mí me irritan, en el sentido de que todo está peor ahora en la enseñanza, que los niños no saben nada... pienso que es lo contrario, que se ha ido a mejor. Antiguamente los niños sabían muy poco, y eso que los maestros para mí eran héroes. Piensa que en una clase podía haber de 40 a 50 alumnos de todas las edades, desde niños pequeños hasta adolescentes, y a pesar de eso enseñaban. Poco, porque en esas circunstancias era imposible; no había recursos y los maestros tampoco estaban tan preparados como ahora.

--También han cambiado los métodos. ¿A usted le pegaron muchos regletazos de niña?

--Regletazos no, pero sí que, por hablar más de la cuenta, me mandaban a la galería contra la pared. Nosotros también cometíamos muchas gamberradas. En el instituto, el único que había en Córdoba, recuerdo que dábamos clase de Primero en lo que hoy es salón de actos, y había unas alumnas que se asomaban a clase desde el patio y se ponían a gritar. Travesuras siempre ha habido. Y, luego, siendo yo profesora en ese instituto de Las Tendillas, a primeros de los cincuenta, se gastaron muchas gamberradas conmigo.

--¿Como cuáles?

--Yo era la profesora auxiliar de Lengua y Literatura, y quería que los chicos entraran en la comprensión del lenguaje a través de refranes. Les pedía que dijeran algunos y recuerdo que un alumno, con muy mala idea, me soltó ¡Yo sé uno, yo sé uno: "La mujer, como la cabra, la patita quebrada y en casa!". Tenía 10 años, pero estaba clarísimo lo que quería decir.

--¿Cómo era usted como profesora? No me imagino a ningún alumno hablándole de tú ni faltándole al respeto.

--Pero es que entonces no lo hacían con nadie, ni a los profesores se nos hubiera ocurrido decir que nos tutearan. Pero el tratamiento no les impedía hacer de las suyas. Yo era exigente en los exámenes, había que trabajar. Incluso suspendí a gente de mi familia --añade riendo--, con los consiguientes problemas.

Nació y pasó su juventud en el barrio de Santa Marina, en una casa vecinal situada frente al convento de Santa Isabel de la que guarda aún la imagen de los juegos de infancia, rodeada de hermanos (era la tercera de ocho). "Aquella casa tenía un patio lleno de flores y las madres se repartían el riego de las macetas --recuerda--. En Navidad los niños íbamos de un piso a otro viendo los belenes, cantando villancicos y comiendo perrunas. La puerta estaba permanentemente abierta, y los niños jugábamos en el portal o en la calle, porque no había tráfico".

--¿A qué jugaba usted de niña?

--Jugábamos las niñas y los niños juntos, aunque a veces había divisiones, porque a los niños les gustaba la pelota y a nosotras no. Jugábamos a la tanga, ya sabes, empujando una piedra en el suelo... Y en tiempos de la guerra niños y niñas jugábamos a la guerra. En medio de la calle se situaban dos bandos, y el arma que se tiraba contra el enemigo eran unos cartuchos que habíamos hecho las niñas con arena mojada y piedrecillas; también hacíamos de enfermeras.

--Y mientras los niños jugaban a la guerra, los mayores la hacían de verdad.

--Yo tenía 9 años cuando estalló. Muchísimo tiempo después supimos que un vecino nuestro se escondió en un tejado y pasó allí unas noches para que no lo encontraran, porque lo hubieran fusilado. Este hombre trabajaba en la Renfe y pertenecía a la UGT, que fue muy castigada porque era muy activa entre los ferroviarios. Recuerdo las bombas de los primeros meses; en el convento cayeron 30 en un solo día.

--Justo a unos metros de su casa.

--Al lado, sí, en el huerto de las monjas. Eran bombas pequeñas y la gente decía "Pero si son latas de tomate...", y se reía. O decía "Ya está aquí el de las tortas", que era el avión que las tiraba a la hora del desayuno. Mi madre nos mandaba a comprar al mercado al aire libre que había en la plaza de San Agustín y a lo mejor por el camino te sorprendía la aviación. Pero esa ofensiva no duró mucho, fue en agosto del 36 y eran las tropas republicanas intentando recobrar Córdoba. Había colas para todo, y aunque aún no había cartillas de racionamiento el propio tendero dosificaba la mercancía según las necesidades de sus clientes.

--¿Dónde se refugiaban durante los bombardeos?

--En la calle Imágenes había un carbonero, y si querías carbón o picón, que era con lo que entonces se guisaba, tenías que ponerte en cola a las seis de la mañana. Ibamos los hermanos mayores con un cubo que poníamos en la cola mientras jugueteábamos por allí. Y si había un bombardeo dejábamos el cubo tirado y salíamos corriendo a meternos en la fábrica de ampollas que había detrás del convento de Santa Marta. Debajo de la torre de Santa Marina también se refugiaba mucha gente. Nosotros, como otras familias, nos fuimos a vivir al Palacio de Viana; el administrador era amigo de mi padre y nos dio cobijo. Dormíamos en colchones tirados en el suelo.

Angeles, una mujer de aspecto sereno y poco dada a exteriorizar emociones (aunque la mirada inquieta suele delatarla) no oculta el orgullo que le produce hablar de su padre, sobre el que ha escrito un libro "para la familia". Se llamaba Francisco Córdoba Fuentes y fue concejal en la República. "Era muy espabilado, hizo muchas cosas --dice--. Había hecho Magisterio, pero se dedicó al comercio, hasta que entró a trabajar con José Guerra Lozano, un perito agrícola que llegó a presidente de la Diputación y fue fusilado en la guerra".

--Sé que guarda muy buenos recuerdos de su colegio, el Colón, que fue pionero en todo, ¿no?

--Sí, fue el no va más en Córdoba. Vino a inaugurarlo en el año 29 el dictador Primo de Rivera, y mi hermana mayor le entregó un ramo de flores. El Colón --junto al Rey Heredia, al lado de La Calahorra-- fue el primer grupo escolar de Córdoba y respondía a las últimas novedades pedagógicas de graduación, con influencia de la Institución Libre de Enseñanza. Tenía unidades de párvulos y hasta una maternal preciosa. Tuvo cantina, es decir, comedor escolar; clase de corte y confección para mayores --era solo de niñas-- y piscina.

--Como niña no lo notaría, pero imagino que debió de haber mucha diferencia entre la escuela de la República y la implantada por el franquismo.

--Claro que pude ver cambios. Cuando llegó la guerra tuvimos que salir del colegio Colón y pasar provisionalmente a la Escuela de Magisterio en San Felipe, lo que hoy es la Delegación del Gobierno, porque el Colón, como el colegio Ferroviario, se constituyeron en Hospital de Sangre, es decir, en hospital para los heridos, y el Colón en concreto lo destinaron a atender a las tropas marroquíes, por eso allí al lado, en los jardines de Colón, se hizo el morabito. ¿Diferencias? En el Colón no había símbolos religiosos ni rezos y en el nuevo centro se rezaba en clase. Y en el patio teníamos que cantar brazo en alto el Cara al Sol y otros himnos con la bandera izada y rodeadas de símbolos de Falange. En el Colón, con la República, se había iniciado la coeducación, había tres niños que parecían pajarillos entre nosotras, y aquello se cortó totalmente a partir del 36.

--¿Es verdad que en el Instituto de Enseñanzas Medias los chicos iban por la mañana y las chicas por la tarde?

--Sí, claro, para que no coincidiéramos, ya ves. Había algunos profesores fantásticos y otros que no daban golpe. Luisa Revuelta tenía una mente moderna y no lo digo desde el punto de vista político, no, sino pedagógico. Nos hacía leer muchísimo, recitábamos en clase, e incluso se atrevió con los poetas malditos, hasta con García Lorca. Lo digo porque en Historia todo se acababa con Felipe II, y eso me ocurrió hasta en la Universidad Complutense.

--¿Recuerda otros profesores?

--Por ejemplo don Saturnino Liso, de Física y Química, un hombre muy volcado en su trabajo y con muy buen humor; porque Luisa Revuelta no era muy risueña que digamos en clase. De las cien alumnas que empezamos, siete años después, en último curso, quedamos 17. De ellas fuimos al examen de Estado en Sevilla para entrar en la universidad cuatro. Aprobamos tres.

--Pura selección de la especie.

--Se quedaba mucha gente en el camino. La mayoría en cuarto de Bachillerato se pasaba a Magisterio, y otras se casaban y se iban a sus casas.

--¿En qué ambientes se desenvolvía de joven?

--Todo estaba en torno a la Iglesia, a la Acción Católica, no había otra alternativa. Empezábamos a los 10 años y a ese nivel nos llamábamos benjaminas; luego estaban las aspirantes, después entraban en la Juventud y luego eran mujeres de Acción Católica.

Aquellas reuniones a la sombra de la parroquia, reconoce, hicieron nacer en ella una sensibilidad social que ya nunca la abandonó, y que la acabaría acercando a la izquierda, aunque sin militancia política. "Se trataba de convertir al que no era, pero eso conllevaba la caridad --señala--. Hicimos muchas canastillas para ayudar a niños que vivían en el Zumbacón; allí se hacinaban en barracas sin nada de nada muchas familias llegadas de fuera de Córdoba para estar junto a sus parientes encarcelados en la cercana prisión".

--¿Y acentuó la universidad esa tendencia social?

--No, no fui una estudiante politizada, fue la profesión la que me dio una visión social ya no ligada a la religión. Había muchísimo analfabetismo, los niños no iban a la escuela apenas porque los padres se los llevaban a la aceituna o a lo que fuera para ayudar a la familia. Las autoridades no se preocupaban de la escuela, que era malísima, y eso me movilizó mucho.

--En los años cuarenta estudiar en la Complutense tuvo que ser para una chica de provincias el no va más ¿Cómo lo vivió?

--Yo estuve desde el 46 al 51. Mi facultad, la de Filosofía y Letras, aún tenía huellas de la metralla, porque el frente había estado en la Ciudad Universitaria. En proporción, allí había muchas más mujeres que en otras facultades, casi todas niñas bien, y monjas, muchas monjas. Había cosas buenas, como que Joaquín Rodrigo nos daba clase de música en el paraninfo y aquello se llenaba para oírlo. Ahora, en su mayoría los profesores eran cerradísimos; los habían cogido a lazo porque los de valía o estaban muertos o exiliados.

Acabó los estudios y llegaron las oposiciones y el comienzo de una fructífera carrera que Angeles Córdoba culminó al frente de la Inspección de Enseñanza. Un puesto desde el que durante seis años pudo conocer los entresijos docentes de toda la provincia y mostrar su talante, discreto y firme. "A veces les digo a mis amigas feministas que no se puede generalizar. Yo no viví ningún tipo de discriminación --afirma--. Es verdad que no había habido antes mujeres inspectoras jefes en Córdoba, pero no vi que mis compañeros me escucharan menos por ser mujer".

--¿Sintió jubilarse?

--Me hubiera gustado continuar, pero me jubilaron el mismo día que cumplí los 65 años, me negaron hasta acabar el curso a pesar de que yo llevaba la reforma de la Logse. Yo sabía, porque me conozco, que no era mujer de ganchillo y que no podía cruzarme de brazos. Antes de jubilarme ya busqué algunas posibles acciones, me llamó Balbino Povedano para trabajar en Cruz Roja como voluntaria y ahí llevé un proyecto de cooperación internacional. Luego estuve entre los fundadores del INET (Instituto de Estudios Transnacionales), donde he estado muy volcada. Ahora vivo un periodo lúdico. Es verdad eso que dicen de que los viejos se vuelven niños, no cuenta para nosotros el tiempo ni muchas obligaciones. Escribo, estoy en un grupo de lectura en la Biblioteca Central, voy a conferencias... Ahora es el mundo cultural el que ha llenado mi vida. Me gustaría, eso sí, volcarme un poco más en los demás.

--¿Cómo ve la Córdoba de hoy? --La veo bastante efervescente en cuanto a cultura, hay mucha oferta. Córdoba socialmente ha mejorado muchísimo, pero hay muchas polémicas, y mucho conservadurismo, no solo político. Cuesta mucho trabajo dar pasos hacia delante porque se dan los dos extremos: están los que no quieren mover ni una piedra y los que quisieran cambiarlo todo.