El olor a incienso cerca de la Corredera y la gente arremolinada en las puertas de la ermita del Arco Bajo marcaban el camino hacia Ella.

No era 8 de septiembre, ni sofocaba el calor, ni olía a nardos, pero la emoción era la misma. Hacia más de tres años que no se repetía la estampa de la Virgen del Socorro presidiendo el crucero de su felizmente recuperada ermita.

Desde primeras horas de la mañana los fieles, devotos, cofrades y curiosos se encontraron con una Virgen del Socorro como antaño se veía en los numerosos grabados que conserva la centenaria hermandad: manto crema, asido por dos ángeles, saya del mismo color, con un regusto a otra época, y enmarcando su bello rostro un rostrillo de oro y espejuelos.

Sobre el pecho el magnífico aderezo de oro y pedrería que lució sobre un encaje dorado y en sus benditas sienes la corona canónica, la misma que reafirma su arraigada devoción.

En su brazo el Niño, el divino Niño, gloria de los Socorreros, vestido con casaca blanca y zapatitos de plata.

Era la Virgen del Socorro, la de los cohetes, la Reina de la Plaza, la de toda la vida. La inusual vestimenta no pasó desapercibida para los devotos: "Qué estilo, qué personalidad. El rostrillo es nuevo, ¿no?", preguntaban dos capillitas insaciables ante la original estampa de la Virgen.

"Una vestimenta extraordinaria, para un besamanos extraordinario", resumía en la puerta de la ermita Eduardo Heredia, vestidor de la Virgen.

Rosas blancas y centros de alhelíes adornaban el altar dispuesto para el besamanos. En el camarín el sillón de Reina escoltado por dos ángeles y en el altar, como testigos del extraordinario acontecimiento, San José y San Rafael, que junto a la insólita estampa de la Virgen del Socorro formaban un hermoso tríptico propio de un grabado en sepia.