Frágil como una piedra. El título de aquel monólogo se me vino a la cabeza nada más ver a Rosa. Me esperaba sentada en un bar, con la muleta apoyada en la silla. Tenaz, se esforzaba por untar la mantequilla de una tostada interminable mientras desplegaba una sonrisa al verme, siempre a punto para regalar un gesto de empatía. Se la veía cansada, pero diligente. "He venido desde mi casa andando, una hora, hay que hacer ejercicio", dijo, a modo de explicación antes de que yo la interrumpiera para pedirle, sin muchos preámbulos, que me contara su vida. "¿Por dónde empiezo?", preguntó.

Rosa María Alarcón nació hace 36 años en Córdoba. Vecina del Campo de la Verdad, fue alumna de La Milagrosa hasta acabar la EGB, de donde pasó al instituto Averroes para cursar el antiguo BUP. "Cuando acabé, quise ser médico, pero no tuve nota y estudié Magisterio", recuerda. Nunca ejerció como maestra. "Me presenté tres veces a las oposiciones, pero no aprobé". En sus años de bachiller conoció al que en julio del 2000 se convirtió en su marido. "Nos casamos en julio y en septiembre sentí los primeros los síntomas", explica, "yo sabía que me pasaba algo malo, pero hacía como que no, me negaba a saber, a pensar sobre eso y hasta pedí morirme para no enterarme de lo que ocurría". La debilidad se apoderó de su cuerpo en poco tiempo. "Tropezaba con una piedrecita y me caía, no era capaz de levantarme de la cama... Mi tía me llevó a urgencias el día que no pude abrir la puerta de su coche".

Tras el primer examen, los médicos dijeron que sufría un tumor en el nervio óptico. "Un ojo se me desvió completamente". Sin embargo, el diagnóstico certero llegó después. "Me quedé ingresada nueve días para hacerme pruebas hasta que me dijeron que no era un tumor sino algo peor, una enfermedad que iba a acabar conmigo lentamente".

Rosa, que habla pausadamente de aquel momento, recuerda que lloró todo lo que tenía que llorar el primer día. "Me preguntaba una y otra vez por qué me tenía que pasar a mí, qué había hecho yo, solo era una chica joven que acababa de casarse y que quería ser feliz, pero no había respuestas". Al final, decidió que no le quedaba otra opción que tirar hacia adelante como fuera. Y mientras su entorno se hundía con aquella noticia, ella se aferró a la vida.

Rosa siempre había soñado con ser madre, así que, desoyendo los consejos de los médicos, se quedó encinta. "No pudo ser, me provocaron un aborto porque yo estaba demasiado débil y tenía una medicación que era incompatible con un embarazo". Sin embargo, Rosa no desistió en el empeño y en el 2007, con la enfermedad medianamente controlada, volvió a quedarse embarazada. "No quería irme de aquí sin dejar algo, mi huella en este mundo, mi hijo".

Aquellos nueve meses sintió cómo renacía. "Era como si el niño me protegiera, me puse fuerte y mejoré bastante". El parto fue natural y más rápido de lo esperado. "Cuando lo vi, supe que había merecido la pena, él es mi vida, mi alegría, mi razón para levantarme cada mañana a pesar del dolor, de los temblores o de la rabia que se siente cuando quieres y no puedes". En el amor, Rosa no tuvo mucha suerte. "La enfermedad nos cayó encima como un jarro de agua fría. Mi marido, al que sigo queriendo aunque estemos divorciados, se vio desbordado y se refugió en el alcohol. Al final, todo se fue al traste".

Ahora vive por y para su hijo, al que no puede dar todo lo que le gustaría. "Lo pasas mal porque quieres cogerlo, correr con él, tirarte en la arena a hacer castillos, pero, por más que lo intentes, no puedes".