Contaba que fue cerrando puertas en la vida sin mirar atrás. Ayer tarde cerró la última, y Córdoba se quedó huérfana de Miguel Salcedo Hierro. Cronista de la ciudad, numerario más antiguo de la Real Academia, hombre de teatro, profesor, gastrónomo, humorista muy serio en horas extras y hombre de bien, se nos fue el último sabio de Córdoba a los 87 años de edad, tras una enfermedad breve y fulminante que desde hace unas semanas lo tenía varado en una cama de la Cruz Roja. Y muy a su pesar, pues sabido es por cuantos le conocían --que es Córdoba entera-- el afán por estrujar el zumo de la existencia que alargaba los días del entrañable humanista. Numerosos ciudadanos se unieron anoche al dolor de la familia en el tanatorio de las Quemadas. Su funeral tendrá lugar a las 17.30 en la iglesia de la Trinidad, y después el Ayuntamiento celebrará un pleno extraordinario en su memoria.

Aunque le gustaba definirse como "una persona inquieta", de las que para sentirse felices necesitan pluriemplearse en veinte mil asuntos --las más de las veces por amor al arte--, Miguel Salcedo Hierro (nacido en Córdoba el 12 de febrero de 1923) tenía una filosofía de vida que consistía en hacer mucho sin que se notase, e incluso le gustaba presumir de vago empujado a no parar por circunstancias sobrevenidas. Y así, poco a poco, fue dejándose la piel en mil facetas intelectuales y de calado popular --romero incondicional de Santo Domingo, dio lo mejor de sí en cientos de pregones, conferencias, libros y artículos en este periódico, que lo nombró Cordobés del Año 2000--. Todo ello presidido por sus dos grandes amores: uno era su familia (Carmina, su esposa y su todo desde que, perdida la vista, Miguel empezó a morir poco a poco, y su hija Marisol, heredera de su vocación gastronómica). Su otra gran pasión, la ciudad, la volcó con generosidad en todo lo que emprendía, incluida la política, pues fue concejal entre los estertores del franquismo y el inicio de la democracia.

Y Córdoba supo premiarle su entrega. En 1989 el Ayuntamiento lo designó por unanimidad cronista oficial de la ciudad, y en 1995 rotuló con su nombre una calle, que él solía pasear de incógnito como quien recorre el pasillo de su casa. También la Escuela Superior de Arte Dramático, con quien tanto quiso, le concedió hace tres años el honor de que llevara su nombre.

Académico numerario desde 1966 --lo que le convertía en el decano--, Miguel Salcedo pertenecía también a la Academia de Bellas Artes de San Telmo de Málaga y, en premio a sus desvelos culinarios (teóricos, eso sí, que no solía arremangarse ante los fogones) la Academia de Gastronomía de esa ciudad y la andaluza del Vino lo tenían entre sus socios de mayor mérito.

Hombre de verbo fácil y conocimientos enciclopédicos --aunque huía de la pedantería--, Salcedo legó su saber en más de una docena de libros, entre los que le enorgullecía especialmente el que escribió sobre la Mezquita-Catedral, que publicó en el 2000 tras llevar soñándolo toda la vida. No, no engañó Miguel Salcedo a su mujer cuando, de novios, le prometió que a su lado nunca se aburriría. Seguro que a estas horas está repartiendo papeles en la escena celestial.