Hay personas que transmiten ansiedad y otras que, como Trinidad Estrada, transmiten paz. No sé si es su tono de voz, su acento mexicano o la dulzura con la que se expresa, pero lo cierto es que tiene algo que provoca empatía cuando habla. La historia de Trini está vinculada a la enfermedad desde bien niña. Con cuatro años, cuando vivía en un rancho aislado de la civilización, sufrió un sarampión que se complicó gravemente y del que se salvó casi de milagro, quedando su sistema inmunológico dañado para siempre, al igual que su sistema respiratorio, la calidad de su osamenta y la agilidad de su musculatura. A partir de ese momento, empezó su peregrinación por los hospitales y la dependencia a los fármacos. Todo ello, envuelto en un rastro perenne de dolor. "Si lo pienso, creo que me he pasado media vida ingresada". En el colegio, su rendimiento se resentía por las largas temporadas que pasaba alejada de las clases, lo que acabó por convertirla en una niña--adolescente tímida, retraída y frágil que, pobre en amigos, se refugió en los libros. "Por cualquier cosa, me ingresaban con problemas respiratorios graves, así que tenía prohibido andar descalza, comer helados, ir a la piscina, correr, jugar en la calle si hacía frío o viento...".

Pronto desarrolló una aversión a los médicos y a los hospitales que la hacían ocultar sus dolencias hasta que eran extremas. "Varias veces llegué a preguntar que cómo sería morir, si habría más paz", recuerda, porque, en su opinión, "el sufrimiento físico puede destruir a una persona si no se le enseña a convivir con el dolor". Con 16 años, su cuerpo le dio una tregua y empezó a hacer cosas para ella desconocidas como bailar, hacer deporte o salir con gente de su edad, aunque las relaciones de pareja se le resistían. "Crecí con la idea de que estar conmigo era una carga para la otra persona". Al acabar Bachiller, decidió estudiar Medicina y se trasladó a Monterrey. A los cuatro años, "las temperaturas extremas acabaron por dar al traste mi salud y regresé a Guadalajara". Sus conocimientos en farmacología la hicieron darse cuenta de que los medicamentos eran parte de su problema. "Mi organismo estaba intoxicado, pero volvieron los problemas respiratorios, la anemia...". En el hospital, la dieron por moribunda y regresó a su casa para que tuviera una muerte digna. "Alguien me habló de la homeopatía y, sin nada que perder, probé". La recuperación fue muy lenta, pero llegó. "A los treinta años, empezaba a respirar con normalidad, me apunté a un grupo de montañismo, nadé por primera vez en un lago... mi cuerpo se liberó de fármacos". No contenta con su mejoría, se formó como homeópata y todo tipo de remedios relacionados con la naturaleza. "Luego me fui a México de misionera a repartir a la gente sin recursos medicina homeópatica. Para mí, fue una forma de encontrarme con Dios. A mí no me interesa la religión, pero sí su mensaje, la idea de que dando amor se puede ayudar a los demás". De ahí saltó a Costa Rica, a un lugar paradisíaco, hasta que detectó unos bultitos en los senos y tuvo que someterse a una mastectomía preventiva. En el 2006, en México, le diagnosticaron un cáncer, esta vez maligno. "No quise someterme a quimioterapia ni a nada, hice mi maleta y volví a Costa Rica a trabajar". Y como los controles periódicos iban bien, decidió venir a España a visitar a una sobrina que residía en Córdoba...