Francisco Rodríguez tiene 58 años y, aunque rehabilitado desde hace seis, para los especialistas es un enfermo crónico adicto al juego y lo será el resto de su vida porque, como el alcoholismo, la ludopatía no tiene cura. En su memoria no figura la imagen del primer día que se dirigió a una máquina tragaperras, pero tiene constancia de que sus contactos iniciales con el juego empezaron a los 18 años, con las típicas partidas de dominó o de cartas y esa frase tan popular de "el que pierda, paga". Miembro de una familia humilde y numerosa e hijo de la Dictadura, vivió, como la mayoría de los de su generación, una niñez llena de penurias económicas y una adolescencia de trabajo duro.

En 1975, Francisco contrajo matrimonio con su mujer, sufridora indirecta de una adicción silenciosa que en los años ochenta derivó en una vorágine de mentiras constantes dirigidas a ocultar con excusas de todo tipo el origen de los extraños agujeros que hacían mella en la economía familiar. "En 1984, la cosa se complicó cuando perdí un jornal entero en las tragaperras, más de 80.000 pesetas de la época".

Para salvar aquella situación, Francisco, que por aquel entonces ya era padre de dos hijos, recurrió a pedir dinero prestado a su madre, pero "mi mujer se dio cuenta de que faltaba el dinero en casa y tuvimos un enfrentamiento", explica, lo que le llevó primero a parar durante dos años y, después, a reducir las cantidades que destinaba al juego, en detrimento de la comunicación con su pareja y de un carácter cada vez más huraño y reservado.

"En ese momento, yo no era consciente del problema. Aún así, mi mujer empezó a administrarme el dinero, del que yo reservaba cada semana una cantidad con la que seguía jugando a escondidas", comenta. Así pasaron años, llenos de engaños, hasta que un día su mujer presenció, por casualidad, cómo Francisco, que aseguraba a diario que no había vuelto a jugar, recogía de la máquina de un bar de su barrio un premio de 50 euros.

La situación volvió a explotar. "Eso fue un sábado, el domingo le di dos vueltas a Córdoba andando y después me vine a la asociación Acojer, donde mi hermano, también ludópata, me había aconsejado hacía tiempo que fuera a pedir ayuda". A partir de ese momento, toda la familia se vio implicada en el problema de Francisco. "Tuve que hablar con mis hijos, que sospechaban mi problema con el juego, y con mi mujer, que asistió conmigo a las terapias".

Y es que, según los expertos, los familiares a veces llegan a las consultas peor que los jugadores, al descubrir circunstancias, (grandes deudas en muchos casos), que hasta ese momento desconocían por completo. "Pierden la confianza en ti y son tratados psicológicamente. La recuperación del ludópata depende fundamentalmente de la persona que convive con él", asegura. La terapia de desintoxicación comienza con las llamadas "trabas", que no son otra cosa que barreras levantadas para alejar al jugador del vicio. "Durante un tiempo, no puedes llevar dinero encima, ni ir a los bares, sobre todo a los que frecuentabas antes, y si tienes que comprar algo, debes entregar el ticket a la persona que te controla", relata, "es duro, pero si quieres, sales". A Francisco, actualmente miembro de la junta directiva de Acojer, ahora le preocupan los que vienen detrás. "Cada vez llegan chavales más jóvenes, es una pena".