Su nombre no es Badr Bassam (que en árabe significa Luna Llena Sonriente), pero tiene 17 años y, al ser menor de edad, no es posible mostrar su rostro ni identificarlo de ninguna forma. Llegó a España hace solo cinco meses y su español es aún bastante precario. Aún así, aprende rápido y él mismo es capaz, con pocas palabras, de relatar su historia en primera persona. "Primero de todo, intenté venir en patera, con otras 75 personas, pero después de tres horas en el mar nos pilló la Policía y nos hizo volver", explica, rescatando palabras de su escueto diccionario.

Aquella aventura fallida le costó más de 500 euros, todos los ahorros de su padre, único cómplice en su intento desesperado por llegar a España. Desde pequeño, soñaba con cruzar el Estrecho e instalarse en el país vecino aunque sabía que no era empresa fácil. En Marruecos, su familia ganaba lo justo para sobrevivir. "Después de un mes, me metí debajo de un camión en Nador" y, esta vez sí, logró su propósito y arribar a Almería.

"Pasé mucho miedo, yo no me pensé mucho nada antes de irme de casa, solo quería llegar a España como fuera", comenta. Viéndole (a simple vista, mide más de un 1,80 de alto), no es posible imaginar cómo consiguió acurrucarse en los bajos de un camión y aguantar durante ocho horas de viaje. "No oyes, no entiendes lo que dicen, no sabes dónde estás y piensas que en cualquier momento te van a descubrir", asegura.

Salió de Nador en el mes de agosto y, a pesar de ello, recuerda que durante la larga travesía "pasé mucho frío y tenía heridas grandes en las manos". Después, la Policía lo condujo a un centro de menores. Con su familia, logró comunicarse por primera vez quince días después de su partida. "Los echo mucho de menos, pero no puedo volver".

Aunque este año asiste a clases de escayolista y yesista, dice que quiere ser "electricista". Al ser menor, su tutela corresponde al Servicio de Protección de Menores de la Junta de Andalucía, pasando su guardia y custodia a la dirección del centro residencial básico Despertares, dependiente a su vez de Córdoba Acoge, donde vive junto a otros siete compañeros marroquíes y un senegalés. "La vida aquí es buena, nos llevamos todos bien", explica, muy formal, mientras despliega su amplia sonrisa.

En el centro, recibe una paga semanal, ropa, comida y el apoyo de cinco educadores que velan por su futuro como si de unos padres se tratara. "Hablo con mi familia de Marruecos a menudo, por teléfono y en el chat y, si puedo, me gustaría traerlos aquí algún día, pero para eso falta mucho, falta mucho todavía". Sabe que de su esfuerzo dependen su futuro y el de los que dejó atrás.