Se llama Isabel González Nievas y es vendedora de Lotería Nacional. Lleva años trabajando de sol a sol, pero ni tiene casa propia ni una de alquiler, así que su vida trascurre de pensión en pensión. Pequeña y resuelta, es capaz de andar kilómetros para ganarse el jornal aunque vive atormentada por un hijo ex drogadicto al que mantiene y la incertidumbre de no saber dónde dormirá cuando llegue la noche.

Apenas es capaz de poner en pie algún recuerdo feliz de cualquier época de su vida. "Cuando me vine a Córdoba con mi madre estaba bien. Ella era muy buena, me ayudaba y me quería. Siempre me decía. ¡Ay, hija, qué va a ser de ti cuando yo falte! Luego me fui a vivir con mi hermana. Me tocó la lotería y le di 10 millones de pesetas para pagar su piso. Viví con ella durante años porque le daba mucho dinero, por lo menos veinte mil duros al mes, pero me trataba muy mal. Hasta que me cansé y me fui yo sola, con una mano delante y otra atrás".

De sus cosas, conserva... "Solo tengo esta ropa que llevo, la lavo por las noches y me la pongo limpita por la mañana otra vez. Lo demás, mi maleta y todo está en casa de mi hermana, pero yo no quiero nada, que se lo quede todo, no quiero verla. Le ha dicho a mi hijo que ahora está mejor sola, así que- yo solo quiero tener un pisito para vivir en paz. Ya estoy mayor para esta vida. Pero qué otra cosa puedo hacer".

Se casó, pero tras la unión no fueron felices ni hubo precisamente perdices. "Mi marido era muy guapo, pero para qué lo quería yo tan guapo si no daba palo al agua, así que nos separamos y, al poco tiempo, se juntó con una gitana y se fue a Barcelona. A los años, me enteré de que lo mataron en un ajuste de cuentas".

Su único hijo, fruto de aquel matrimonio, es su obsesión. "Quiero que lo ingresen otra vez en el centro evangelista donde estaba antes, para que lo vigilen y lo cuiden. Ya no toma drogas, pero no sé en qué está metido. Es mejor que esté en un sitio así, tranquilo. Ay, mi hijo".

Isabel no sabe leer ni escribir y está segura de que algunos clientes la engañan. "La mayoría de la gente no, pero hay algunos que son malos y saben que yo no sé de números y me lían. Luego, cuando hago las cuentas veo que me falta dinero porque me lo dan mal y a veces no me doy cuenta. Yo lo miro bien, pero es que a veces no me entero".

Su dentadura interrumpida añade un punto de dulzura a su sonrisa contenida. Está cansada. "Pregunta a cualquiera lo que yo trabajo. Tengo las piernas fuertes de tanto ir y venir, por todos los barrios, en todos los bares. No tengo ningún sitio fijo, ni un quiosco tampoco, eso estaría mejor, así no tendría que correr tanto. Al día trabajo, por lo menos, dieciséis horas. No, mi hijo no trabaja, la verdad es que no lo veo en todo el día hasta que llega por la noche a la pensión, así que no, no me da muchos disgustos, ya no". (Y si se los da, no te lo cuenta, aclara un conocido al escucharla).

Como lotera, es una máquina de dar premios y, por su extraordinaria movilidad, casi a velocidad de relámpago, la conocen en muchos rincones de la ciudad. "Ya he dado tres veces el Gordo de la Lotería. No sé en qué año empecé a vender. Estaba yo jovencilla. Hace muchos años, sí señora, pero ahora la gente no compra apenas, hay que andar mucho para vender".

De salud anda solo regular. "Padezco del corazón y de las cervicales y he tenido dos infartos. El médico dice que me tengo que operar, pero me da miedo. A veces, me dan taquicardias cuando tengo algún disgusto o voy muy corriendo. Y, bueno, dormir, duermo poco y mal, para qué te voy a engañar".