Ya va a hacer casi un año desde que la peste nos tapó casi todas las partes del cuerpo, desde la boca a las manos, borró del almanaque el calendario festivo y de la agenda diaria, conferencias con las que aprendíamos y encuentros en los que nos expresábamos.

Ahora sobrevivimos en una pandemia de soledad de domingo por la tarde, con los bares cerrados y las iglesias abiertas para el cumplimiento del precepto dominical. Un tiempo donde los escaparates de los establecimientos, medio vacíos, exhiben carteles con todo a mitad de precio, y la estación de trenes, en silencio toda la semana, registra cierto movimiento de sonido de ruedas de maletas que regresan o se van. Una soledad de infancia y juventud nos nubla la mente mientras caminamos por calles vacías donde el único ruido es el de los motores de los coches.

Empezamos a estar cansados de esta calma tan alargada y parecida a la clausura de un cenobio trapense. Cuando cierran el Piedra y el Día, el barrio es un estremecimiento de tristeza y desamparo que intenta desvanecerse con las pantallas de televisión, de móvil, de ordenador, de portátil, de tablet o de consola de videojuegos, como nos especifica en un folleto el Servicio Municipal de Consumo. Lo que ya está haciendo, antes de llegar a casa, esa joven pareja que camina por delante: ella, con una mano en el pelo y la otra portando el móvil; él, hablando por el portátil con voz recia que se sobra por sí misma y no necesita acompañamiento.

Ahora, en casa, el mundo entero se enganchará a una serie de televisión o mirará el móvil para saber de primeras, como le dice Facebook, "que han pasado muchas cosas desde la última vez que entraste aquí, así que estas son algunos de los avisos de tus amigos que te has perdido: cuatro mensajes, una solicitud de amistad y cinco notificaciones nuevas". Y eso sin tener en cuenta los me gusta con los que todavía no has consentido y las firmas que te solicitan para acciones que exigen solidaridad.

De madrugada parece que va a estallar el cielo de tanta ausencia de pasos, con tantos semáforos inservibles y los balcones a cal y canto, como si fueran la fachada de un cementerio. Algunos días ha amanecido con el silencio roto con granizo, como el domingo en que mi amigo Juan Ibáñez fue a comprar el periódico en Fernán Núñez con cielos de campiña mojada.

No sé cómo estarían Los Pedroches, su tierra, Villanueva de Córdoba, cuando vi una mañana, sin el atuendo de las conferencias, al catedrático y académico Bartolomé Valle Buenestado, con el que tuvimos que clausurar el primer sábado de pandemia un paseo por Miraflores, una de esas convocatorias en las que tanto nos enseña la Real Academia, que ya lleva casi un año en esa anómala existencia virtual de pantalla que se llama streaming. Sin embargo el streaming no ha podido salvar a La Banda Sureña, ese grupo musical que fundó Paco Record con Quino Carrasco, que volverá otra vez a estar en silencio en mayo, que el Ayuntamiento ya ha suspendido la Feria. Paco dice que anda en movimiento creativo pero, claro, eso no lo paga nadie.

Lo mismo pensarán los cofrades de Semana Santa, que no podrán lucir la belleza de sus procesiones por estas históricas calles de Córdoba, ciudad que volverá a recordar sus tiempos de historia después de que el Ejército se haya fijado en ella. Aunque quizá lo que más le importe al obispo, Demetrio Fernández, sea lucir la Catedral en vez del desfile de nazarenos, bandas e imágenes de la Agrupación de Cofradías, que preside Olga Caballero. El Carnaval es hoy, pero al estilo pandemia, confinados, casi como en cuarentena.

Con la soledad de esta pandemia cruel no se me va de la cabeza José Ignacio Blanco, un tipo de comunicador de otra onda. Siempre por libre, se iba a pescar en barca por el mar o a los pantanos y sus programas de televisión eran cortos y hablaban de salud, la que le ha arrebatado esta peste del covid-19.

En sus tiempos más jóvenes, recién casado con Teresa, la nieta del pregonero de Villaralto, era la radio el medio donde se movía, en aquella emisora de la calle Alfonso XIII, al lado del Círculo de la Amistad, a donde algunas veces me llevaba para completar sus programas. Hace tiempo, por San Agustín, hablamos de la jubilación, asunto casi siempre en boca de trabajadores que van entrando en edad. Me dijo: "Manolo, cuando te jubiles procura tener tu espacio". Él siempre lo tuvo. Quizá por eso se iba tanto a los pantanos y al mar.

Hasta el confinamiento.