Acabo de pasar por El Cruce de Alcaracejos, el bar que nos abría el paso a la infancia cuando el coche de línea paraba a la entrada a Los Pedroches aquella semana de vacaciones de las navidades en la que las muchachas se fijaban -o te lo creías- en los pantalones de cuadros que habías estrenado. Hoy empieza el tiempo de la niñez, ese retorno al pueblo donde nacimos en el que sus calles nunca se nos antojan solas porque las paseamos acompañados de toda la historia vivida. Muchos años ya. La infancia de diciembre de quienes nacimos en el siglo pasado es la matanza del cochino con cuya vejiga, inflada, jugábamos al fútbol por el campo o por las calles ya que ese día hacíamos rabona y no íbamos a la escuela. Son los niños de San Ildefonso cantando la lotería. Es la iglesia y el portal de Belén que Marcelino hacía en el altar mayor y yo le ayudaba. Es el invierno cerrado, con sabañones siempre a cuestas y braseros de lata en las escuelas. Es la Misa del Gallo de la Nochebuena donde besábamos al niño Jesús. Son los villancicos de pastores venid, pastores llegad, pero mira cómo beben los peces en el río o San José bendito ¿cómo te «apañates»? Era el tiempo de ir a las casas de las muy creyentes a preguntarle si se canta o se reza, entonar un villancico y recoger el aguinaldo, carita de rosa. Era, aquel, un período de rondallas con voces, bandurrias, guitarras y panderetas en el que recorrías bastantes pueblos (entonces, todavía del Valle), te fijabas en las fachadas de sus casas, que nunca habías visto, y te convidaban en cualquier bar, donde las aceitunas rellenas que te pusieron en Pozoblanco no te las comiste porque, nacido cateto, pensabas que estaban podridas.

El Puerto del Calatraveño, donde una estatua de Aurelio Teno saluda con una especie de frenesí como recordando aquel tiempo de cortijos con vida a donde, ya de jovenzuelos, ibais andando con el burro al lado, por si se hacía necesario, recuerda aquellos amaneceres todavía oscuros, de vuelta de las vacaciones a Córdoba, con candela de tablas encendidas junto a la furgoneta para quitar los tiritones. Pero eso era después de los Reyes, que te habían echado naranjas, el carro de todos los años de Torreznillos, aquel viajante que se casó una madrugá, algunos pañuelos de tela (moqueros) y calcetines.

Esta semana vuelve otro tiempo, aquella época en la que creías que la torre de la iglesia se iba a caer cuando las nubes se movían y llegaba el invierno al almanaque, que entrará mañana, 21 de diciembre, el día más corto y la noche más larga del año. El martes 22 recordaremos aquella lotería de pesetas, cuando todavía no éramos analfabetos del dinero y sabíamos cuánto costaba cada cosa, antes de que el euro nos subiera una caña de 100 a 160 pesetas y agrandase las diferencias entre ricos y pobres. Una de las singularidades de la lotería de Navidad es su reparto, la foto de los afortunados en la portada del periódico bebiendo champán y su fama en la cima de las loterías que cada semana nos hechizan con sus botes, como la del euromillón. El miércoles 23 será un día de paso, quizá de aislamiento excesivo, de cargada soledad de pandemia o de imposibilidad de acercar distancias si no podemos juntarnos con la familia y los «allegados». Y el 24, jueves, Nochebuena, que cantábamos cuando niños en aquella infancia donde la religión te marcaba el sendero, los villancicos eran el sonido de la felicidad, corrías en pandilla por todas las calles y en tu casa, antes de ir a la Misa del Gallo, te comías un chorizo asado o tu madre te daba una tajá de lomo. Porque la cena de Nochebuena, al menos en los pueblos, no existía, que lo bueno era juntarse para comer en familia por la feria. Todavía no había televisión. Y al día siguiente, Navidad, repique de campanas, altavoces que rompían el silencio y sensaciones muy distintas -pero complementarias- a los siete, a los 11 o a los 15 años, aunque en el mismo escenario donde nacimos, las mismas calles, la misma iglesia y la misma torre. El domingo pasado, en la misa de difuntos por los padres de mi amigo Paco Carrasco, en la iglesia de Santa Marina, anduve en el pensamiento y actuaciones de quienes nacimos por los años cincuenta, casi niños de posguerra. La iglesia, el catecismo, la doctrina, el cura y los mandamientos eran cosas serias… que se tornaban fatalidad cuando te hablaban del pecado, del confesionario y del sexo. Las navidades y los peces en el río eran el escape que te conducían a la evasión en aquellos tiempos de la infancia.