Estaba en mi balcón del confinamiento -donde ya no suenan aplausos-mirando la soledad de la lluvia cuando oí por la tele a la presidenta de Madrid, Isabel Díaz Ayuso --una licenciada en Periodismo que se ganó la confianza de Esperanza Aguirre porque le gestionó la cuenta en Twitter de su perro Pecas-- que dijo algo así como que no todos los ciudadanos somos iguales ante la ley, refiriéndose al rey emérito y a su actual situación con la Hacienda patria. Me dio un vuelco el corazón porque, en primer lugar, acababa de romper el buen recuerdo de aquella tarde-noche en el Palacio de Oriente donde periodistas de toda España, en su 25 aniversario como rey, tomamos unas tapas y copas con don Juan Carlos -que me prometió que algún día iría a Villaralto-- y su hijo, que quiso saber qué me había causado más asombro al ver tantos colegas importantes de Madrid y yo le respondí que sobre todo el largo escote de espaldas de Ana Rosa Quintana; y luego por la ambigüedad y ligereza de tantos nuevos españoles constitucionalistas a tope que de un plumazo se cargan el artículo 14 de la Constitución. Y me borran mi creencia de que aquella tarde en el Palacio Real fui un ciudadano español a la altura del rey en derechos y obligaciones. Lo que dice el artículo 14 de la Constitución, y la presidenta de Madrid acaba de destrozar, es que «los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social».

Como la de rey, supongo. Y encima los americanos, por medio de Trump, que no reconoce que ha perdido las elecciones, le dan la soberanía del Sáhara Occidental a los marroquíes, que ya enseñaron las armas cuando la Marcha Verde, que me pilló por Algeciras en la mili, y dejan en la soledad de otro confinamiento en Tinduf a los saharauis, desde cuyo desierto argelino nos mandan a muchos de sus colegiales cada verano --que en Córdoba tienen su segunda familia-- y desde toda España hemos ido a acampar unos días en aquellas arenas calurosas, y casi heladas en la madrugada, donde el Frente Polisario nos enseñó sus granjas de gallinas, sus emisoras de radio y sus piscinas. Y vimos un partido de Liga por la tele.

Y es que hablamos el mismo idioma, que ya en el siglo XV desde Lanzarote los canarios se fueron para allá y algunos amigos nuestros, como Pepe Aranda o Antonio Funes, hicieron la mili en el Sáhara de soldados o como legionarios. Aunque del confinamiento al comercio se van a salvar los cochinos ibéricos de Los Pedroches ya que la montanera --cuando la bellota se convierte en la última fase de la crianza del cerdo-- se va a retransmitir por streaming, como las conferencias de ahora, que para eso la antigua Normal de Magisterio, en el Sector Sur, va a albergar el polo digital, algo parecido a la realidad virtual, de la que están hechos nuestros sueños. Y, además, estamos en La era del capitalismo de la vigilancia, según refleja el libro de la socióloga Shoshana Zuboff donde deja escrito que la nueva tiranía no necesita de golpes de Estado, ni de amenazas de viejos militares patrios jubilados ya que se basa en nuestra gran dependencia de la tecnología: en los últimos 15 años una docena de empresas han registrado la conducta de millones de personas cada minuto de su vida.

Me dio miedo el otro día cuando vi a tres jóvenes sentados fijos en el móvil. Pensé que un dios sin entrañas los estaba manipulando. Por eso a veces se hace necesario callar, apagar el portátil, reflexionar y ver La invasión del silencio, un cortometraje del instituto Lope de Vega de Fuente Obejuna premiado en la ONU donde los estudiantes mellarienses tratan el tema de la despoblación a través de Inma Agredano, la última niña nacida en la aldea de Los Pánchez, que apenas cuenta con 30 vecinos. Donde se percibe casi con dolor la invasión de un silencio desolador. Quizá una de las escasas ventajas de este silencio desolador del confinamiento haya sido la del comercio. En los pueblos pequeños bastantes vecinos se desplazaban a Pozoblanco o Hinojosa, si hablamos de Los Pedroches, a hacer la gran compra en Mercadona. Pero el enclaustramiento perimetral como impidió salir del pueblo obligó a sus vecinos a comprar en la tienda de enfrente. Donde la soledad de la lluvia en estas noches sin bares es parecida al exilio y al destierro. A la despoblación y a la invasión del silencio.