Maxim no se considera un héroe, es más, le da la risa cuando surge esa palabra, tan solo es «un superviviente», asegura. Salió de la República de Benin con 23 años huyendo de la miseria que desde muy niño le obligó a compaginar su afición por el atletismo, como corredor de maratones, con la mendicancia y los hurtos que las mafias de su entorno le hacían cometer para ganarse el pan. Su padre, bígamo, dejó a su madre, que sufre una enfermedad mental, y él acabó buscándose la vida en la calle, sin dejar nunca de correr como un gamo.

Harto de esa vida, «desesperado», asegura, se embarcó en una aventura que nunca imaginó sería tan dura. «Yo no sabía que tendría que recorrer un desierto durante casi dos años», explica. Se fue de casa sin decir nada a nadie, con lo poco que consiguió reunir, y se puso a andar. Si miramos en el mapa de África la pequeña República de Benin, salta a la vista que el camino desde allí a Europa es largo y difícil. Según su relato, partió en dirección a Níger para continuar después por Argelia hasta alcanzar Marruecos. O eso cree. «El desierto es como el mar, no se ve el fin, tú caminas y caminas y nunca sabes si vas en la dirección correcta». En su travesía, se cruzó con muchos africanos de diferentes países, «100, 200 personas, quizás», calcula, «pero muy pocos llegaron hasta Melilla, la mayoría morían en el camino». Cuesta imaginar la soledad que sentiría Max en su andadura sin rumbo. «Cerraba los ojos y hablaba con mi corazón a Dios y daba gracias de estar vivo otro día», confiesa sincero, «los que morían se quedaban en medio del desierto porque nadie tenía fuerzas para cargar con ellos y no había a quién llamar, hasta que los pájaros venían a comérselos».

Casi dos años tardó en recorrer los 3.000 kilómetros que separan su país de Melilla y aún le quedaba la prueba más dura, saltar la valla. «En el desierto, comíamos solo dátiles y agua de la que daban a los animales, menos cuando encontrábamos a algún tuareg, ellos me ayudaron y me curaron las heridas una vez y pude sobrevivir», señala agradecido.

Cansado, sobrepasado por las imágenes que había visto, pero ilusionado por llegar al nuevo mundo, Max saltó la valla un 21 de diciembre, pero no logró su objetivo. «La Policía de Marruecos me pegó en la cabeza, en los pies y en las rodillas y me tuve que volver al bosque a esconderme», relata en su español entrecortado, que aprendió aquí y que aún tiene un fuerte acento francés. Muerto de frío, dos días antes de la Navidad, un 23 de diciembre, volvió a saltar, convaleciente aún de los golpes, y esta vez entró en España. Estuvo tres meses en Melilla y desde allí, fue trasladado a Córdoba como solicitante de asilo. Una vez aquí, Cruz Roja inició la intervención con Maxim, y lo inscribió en unos cursos de la Cámara de Comercio, donde se formó con COVAP hasta que un ganadero de Pozoblanco, Miguel Arévalo, lo contrató. «Mi trabajo es dar de comer a las vacas, ordeñarlas y cuidarlas», explica sonriente, «ahora soy feliz». Ha encontrado de algún modo su lugar en el mundo. «Me tratan muy bien, me gusta el trabajo y los animales, me encanta la naturaleza y el campo», dice convencido, y ya se prepara para obtener el carnet de conducir y «llevar el tractor». Miguel Arévalo, que trabaja junto a su mujer y sus dos hijas en la explotación, también está muy contento con él, y aunque no tenía experiencia laboral, dice que aprende rápido. «Es muy trabajador y todos los días me pregunta si estoy contento con él», afirma, «ha pasado mucho la criatura y se hace querer».

Desde que saltó la valla no ha vuelto a correr. «La resistencia que tenía como atleta me ayudó a cruzar el desierto, pero ahora tengo una lesión en el talón y el médico dice que tardará tres años en curarse si no me opero, pero a mí me da miedo operarme, no quiero», dice sin tapujos. Cuesta creer que después de lo vivido, una intervención quirúrgica le asuste. Cuando mira atrás, tiene claro que no repetiría la hazaña. «Yo no sabía nada, no sabía que cruzaría un desierto, nada y no se le deseo a nadie que lo haga».