Mucho tiempo después, como diría García Márquez, al cabo de los años, comprobaría que el Gobierno había dado el visto bueno a mi infancia, en la que yo leía periódicos, al dictar un real decreto por el que consideraba a la prensa un bien de primera necesidad. Durante el estado de alarma por el coronavirus el acercarse a un quiosco para comprar periódicos y revistas está permitido por lo que ningún agente de la autoridad podrá sancionar a una persona por salir a la calle y dirigirse a un lugar de venta de prensa.

Y es que al concentrarse la vida en tu balcón, donde los aplausos ya tienen luz vespertina de primavera, tienes oportunidad de encontrar parte de tu historia. La de la infancia, por ejemplo. Donde yo leía, sobre todo los domingos, tendido en las baldosas de la barbería de mi padre, los periódicos que todavía no se habían utilizado en limpiar los espejos.

Era la prensa del Movimiento, que llegaba con un día de retraso, y que, según la época y la coyuntura, cambiaba de nombre: Pueblo, Arriba, Ya, El Alcázar o ABC fueron los periódicos que me trasportaban cada semana de Villaralto al mundo. En una de ellas descubrí a Los Beatles, creo que en El Alcázar, que era el más fotográfico, y cuya vida, que duró varias semanas, se convirtió en mi primer coleccionable. Una costumbre, la de contemplar cada día el mundo a través de un periódico, o revista, que siempre he mantenido en mi vida -en Barcelona, Tele/eXprés para mí y El Caso para mi hermana, El País en Madrid, Cambio16, Hermano Lobo y El Papus en Salamanca, El Correo de Andalucía en Sevilla y Huelva, y La Voz de Córdoba y el CÓRDOBA en Córdoba-, pero que se cerró en mi pueblo hace dos años cuando los quioscos de prensa dejaron de existir. Por eso cuando he visto estos días en los periódicos anuncios de estímulo para los quioscos, que en el CÓRDOBA decían: «¡Gracias por seguir ahí!», he sentido que el coronavirus está escribiendo parte de una historia que se asienta en la prensa de papel, en la que hemos crecido quienes no somos nativos digitales y seguimos prefiriéndola a la de las pantallas.

Aunque no me acuerdo de mi primer quiosco, aquel establecimiento donde me gasté mis céntimos o pesetas en el fruto del trabajo de lo que luego sería mi profesión, una actividad que se me había colado dentro de mí aquellos domingos en los que leía el periódico tendido en las baldosas de la barbería de mi padre. Que en un principio -las peluquerías- fueron también consideradas espacios necesarios en el estado de alarma del coronavirus. El de al lado de la Comisaría de Policía de Doctor Fleming, frente a la cafetería Bella Época, que ahora se alumbra con la oscuridad del cierre, creo que fue mi primer quiosco y el de varios años porque ahí iba todas las mañanas, después del desayuno, algunas veces con la servilleta olvidada en el hombro, desde el Seminario, donde era el encargado de comprar los periódicos y las revistas.

Eran tiempos en los que no había teléfonos móviles y teníamos que comunicarnos con la palabra, hablada o escrita. Tiempos en los que el Rocío era imposible que se quedase en casa, como la Semana Santa, la Romería de Santo Domingo o las fiestas arecelitanas lo van a hacer este año. O como la Kaaba en La Meca, el centro más sagrado del Islam, donde Arabia Saudí ha suspendido la entrada de peregrinos por el coronavirus.

Estamos en una pandemia que, a las ocho de la tarde, muestra su mejor versión, con sonido de aplausos, y que durante el día se plantea cómo evitar que el no hacer ejercicio no le suba ni la tensión ni el azúcar. Eso mientras piensa que la mejor de todas las defensas es la información, la que venden los quiosqueros, que hay que evitar la feudalización del sistema informativo, que el pluralismo periodístico es el sostén de la democracia, que sin periodistas no hay periodismo y sin periodismo no hay democracia.

Las calles están en el silencio del coronavirus. Esas que siempre han visto el amanecer con las luces de un quiosco. Con cuyo producto, el periódico, aprendimos en la infancia.