Estoy en un cielo de antenas de televisión, nada que ver con el starlight estrellado de Los Pedroches, ese momento de la noche en el que los pueblos dejan de ser soledad en silencio y se convierten en caminantes de la Vía Lactea o en observadores del Carro-Osa Mayor. Me he subido al firmamento, donde están la Luna y las estrellas, porque desde la Tierra, al menos la española, no podemos contemplar nada más allá de la pantalla de la televisión.

Estamos encerrados en los pisos con un solo juguete y por las tardes abrimos los balcones para aplaudir a los sanitarios y mirar los cielos de las antenas.

Después de leer el periódico, donde Irina Marzo describió el miércoles la soledad más absoluta de una ciudad, la de una Córdoba sin dioses, porque daba cuenta de que «la Mezquita-Catedral estaba cerrada a cal y canto». Ya lo había anunciado días atrás el obispo, Demetrio Fernández, que mantiene, sin embargo, a las doce del mediodía el toque de las campanas de la Catedral, la de los Cuartos, la Gorda o la del Alba, cuyo sonido estimula el canto de los tordos, que ahora se exhiben en el inevitable silencio de las calles.

Fue el viernes 13, a las 19.02 horas, cuando un guarda de seguridad cerró las puertas de la Mezquita. A esas horas de la tarde-noche cuando sus muros exhiben el color dorado de los monumentos iluminados, cuyas almenas escalonadas simulan triángulos al acecho que pretenden conjurar los peligros de la oscuridad.

Cuando sus guardianes han apagado todas las lucernarias y han echado siete candados a sus puertas, ¿qué habrá en el interior de ese templo islamo-cristiano que se levanta a orillas de un río romano? ¿Se irán los dioses al paraíso? ¿Bajarán los alarifes eternos para dejar en perfecto estado de revista el sagrado monumento para el momento diario en que la Mezquita se despereza en catedral cristiana y los canónigos siguen levantando sus salmodias a Dios, o lo harán los ángeles Gabriel, Miguel o Rafael cuyo Dios es el del Libro, Jehová-Alá? No lo sabemos, lo que sí notamos es que la globalidad ha entrado en crisis porque en la esencia de Córdoba, en ese espacio que va de la Torre de la Calahorra al bar Santos, donde habitan los turistas, no hay nadie, sólo la soledad. Que se hará más contundente cuando la Semana Santa sea un silencio sin imágenes ni nazarenos bajo la Puerta del Puente y los costaleros se imaginen las procesiones desde el balcón de su piso o cuando caminen si pasean a su mascota.

Córdoba se ha quedado sin dioses, que están encerrados en la Mezquita, y todo el escenario que tenía preparado para la entrada en Jerusalén, la última cena, el vía crucis y la muerte y resurrección de Jesús de Nazaret en el casco histórico patrimonio de la humanidad se convertirá en oraciones para salir del coronavirus.

Y en esta soledad imaginaria de al lado del Patio de los Naranjos, donde he ido por el reportaje de Irina, me acuerdo de aquellos años de niñez cuando el alcalde Antonio Cruz Conde se trajo a la Mezquita la nueva carrera oficial de la Semana Santa, en abril de 1960, que unía, según él, la monumentalidad arquitectónica con el lucimiento de las imágenes procesionales. El 7 de abril de 1963 comenzó mi primera Semana Santa en Córdoba, que vi desde el Triunfo del San Rafael de al lado del Seminario.

Al año siguiente, en 1964, se volvió al itinerario del centro de la ciudad implantado en 1950, quedando anulado el de la Catedral.

Este año, cuando en Semana Santa no haya ni sábados ni domingos, y luego ni cruces, ni patios, y la Feria se tambalee, la ciudad volverá a revisar su calendario y a convocar a sus turistas para retornar a la globalidad, el único espacio donde conviven los dioses y los humanos -que se necesitan--, imprescindibles para nuestro estilo de vida.