Con Picasso como bandera y tras denunciar por activa y por pasiva la desidia que según él sufren los conciertos de guitarra en España, Daniel Casares, una de las estrellas de la próxima Noche Blanca del Flamenco, volvió ayer a «la capital del mundo» para reclamar ante un aforo completo «el sitio que merece» este instrumento «que nos representa a todos». «A mí me han llegado a decir en Sevilla que no querían programar nada de guitarra porque la guitarra no vende», protestaba el músico que más joven se hizo con el prestigioso Bordón minero del Festival de La Unión. Fue con 16 años, impelido por la necesidad sobre todo de dinero para comprarse, precisamente, un instrumento mejor (el que utilizaba hasta entonces lo había ganado su padre en una feria).

Desde entonces, Casares (Málaga, 1980) se ha granjeado ocho guitarras buenas y un nombre sólido al lado de estrellas como Alejandro Sanz, Dulce Pontes o, al inicio de su carrera, Juanito Valderrama, del que aprendió la ortodoxia del flamenco y, a la vez, la apertura de miras. La noche del sábado regresó a Nueva York, donde en el 2004 fue premiado como «artista revelación del año en concierto» por la Asociación de Cronistas de Espectáculos de la ciudad. «Con esta ciudad tengo una relación bestial, llena de grandes experiencias», reconoce.

En general, comenta después por contraste, su mercado no está en su país. «Normalmente, el 80 por ciento de mi trabajo está fuera», indica Casares, que a la vuelta de esta cita americana viajará a Bangladesh, Vietnam, Bolivia y Chile. Opina que la clave puede estar en que el público foráneo «abre las puertas con más facilidad a descubrir cosas nuevas», mientras que en España se enfrenta a la eterna pregunta de los programadores, incluso de los recintos que participan del erario público: «¿Pero lleváis cante?».

Al Flamenco Festival de Nueva York, el de mayor envergadura que se hace en el extranjero, ha viajado con la premisa de «darle a la guitarra el sitio que merece», sin acompañamiento vocal, pero arropado por el violín de Nelson Doblas, la percusión de Miguel Ortiz Nene y el arte del bailarín Sergio Aranda. Lo hace con Picassares, el espectáculo que se apoya en su último disco de estudio, un «compromiso sentimental» con su paisano, «el pintor más universal que tenemos», y a cargo del «instrumento que nos representa a todos, que no es ni un piano ni una gaita».

Suele decir que cuando empezó a concebirlo se volvió «un poco loco» intentando hacer no menos que «cubismo musical». «Tiré muchas cosas a la papelera, hasta que me di cuenta de que le estaba dando mucha importancia a la forma, en lugar de al mensaje, como el del Guernica, que es la paz”, explica. Después de haber maridado en el pasado este género con otros estilos como el jazz o el tango, con Picasso como inspiración surgió el que llama su disco «más flamenco», con temas como los interpretados en el Joe’s Pub, dentro del ciclo Flamenco Eñe, que promueve la Sociedad General de Autores y Editores (SGAE) y que se dedica a la internacionalización de este arte. Primero a solas, sirviéndose únicamente de diez dedos ágiles que se deslizan por el instrumento como piezas con entidad propia pero un solo propósito; después, arropado por sus compañeros, que replican el esquema funcional de las manos de Casares, como un engranaje que va de la sutileza al jaleo y de ahí al relámpago. Así se presenta un disco de diez temas y distintos palos, como una malagueña, dedicada al nacimiento de Picasso, mientras que con el Guernica afloran un fandango y unas bulerías.