Calenda verde

Querencia por el medio acuático

Las anátidas invernantes comienzan a llegar a las lagunas del sur de Córdoba, humedales que cumplen cuarenta años de su declaración como espacios protegidos

En invierno, la población de porrones europeos aumenta con ejemplares procedentes del norte de Europa.

En invierno, la población de porrones europeos aumenta con ejemplares procedentes del norte de Europa. / Aumente

José Aumente Rubio

José Aumente Rubio

Córdoba

En su libro De qué hablo cuando hablo de correr, publicado en 2007, el escritor japonés Haruki Murakami, premio princesa de Asturias de las Letras 2021 y considerado una de las figuras más importantes en la literatura posmoderna, decía que es posible que ver a diario una gran cantidad de agua sea algo crucial, lleno de sentido, para el ser humano: «Quizá generalice en exceso pero, al menos, para mí, es fundamental. Si estoy una temporada sin ver agua, tengo la sensación de que estoy perdiendo algo poco a poco. Puede que sea una sensación algo similar a la que experimentan los apasionados de la música cuando, por la razón que sea, se ven apartados de ella durante largo tiempo». Esa hidrofilia que manifestaba sentir Murakami quizás tenga un fundamento biológico, que ya aventuraba hace más de setenta años la bióloga marina estadounidense Rachel Carson, una de las voces que impulsaron el nacimiento del movimiento ecologista. En su obra El mar que nos rodea, publicada en 1951, la autora de Primavera silenciosa decía que cada uno de nosotros llevamos en nuestras venas la corriente salina de nuestra sangre, en la cual el sodio, el potasio y el calcio se hallan en proporciones muy semejantes a las que existen en el agua del mar.

Hay quien asegura que nuestra vieja historia de amor con el agua tiene mucho que ver con el recuerdo del refugio amniótico, en el útero de nuestra madre. Y también por la indeleble huella del primer organismo unicelular de hace millones de años, tal como nos contaba la escritora Mar Padilla en un reciente reportaje publicado en El País. Lo cierto es que ante el agua, nuestros neurotransmisores para sentirnos bien se disparan: las endorfinas nos dan sentimiento de euforia; la dopamina nos ofrece sensación de novedad y recompensa; la oxitocina nos aporta la sensación de confianza y calidez, y la serotonina nos da un chute de relajación y satisfacción.

Aunque lejos del mar, nuestra provincia es rica en paisajes que tienen el agua por protagonista, como zonas húmedas, embalses, charcas y una importante red fluvial; lugares ideales para escapar del estado constante de sobreestimulación que caracteriza a nuestro día a día actual, lugares donde liberar hormonas de felicidad y disfrutar de uno de esos escasos momentos de soledad y relajación. Quizás sean las lagunas del sur de Córdoba los ejemplos más emblemáticos de este tipo de ecosistemas, por su importancia en el mantenimiento de la biodiversidad y la preservación de valores ambientales esenciales. La protección de estos auténticos oasis azules en medio de la deforestada campiña acaba de cumplir cuarenta años, y puede ser una buena oportunidad para acercarse a conocer estos valiosos ecosistemas que se han convertido en un referente para las políticas de conservación en nuestro país, sobre todo gracias a la exitosa recuperación de un extraño pato, la malvasía cabeciblanca, del que hace casi medio siglo tan sólo quedaban 22 ejemplares en toda la península Ibérica, recluidas en la laguna de Zóñar de Aguilar de la Frontera.

Se inicia precisamente ahora la época de mayor esplendor de estas lagunas, porque algunas comienzan de nuevo a llenarse con las últimas precipitaciones. Y con el agua descienden del cielo, como si se trataran de las propias gotas de lluvia, anátidas, ardeidas, rállidos, zampullines y somormujos y demás avifauna asociada a los aguazales. Además nos encontramos en plena invernada, con la llegada de un numeroso contingente de estas aves acuáticas procedentes del norte de Europa, que vinculan su ciclo vital a nuestro país, aunque no lleguen a nidificar en España.

No hay otro ser vivo que ponga tan claramente de manifiesto esa querencia por el medio acuático, que de manera vestigial permanece en nuestra especie, como los patos. A pesar de pertenecer a un grupo zoológico que no sólo abandonó el agua sino que fue más allá y se lanzó a la conquista del aire, las anátidas han optado por regresar al líquido elemento, del que ahora dependen para sobrevivir, presentando sorprendentes adaptaciones: desarrollan membranas interdigitales en las patas que facilitan la natación y el buceo; presentan glándulas uropigiales que mantienen sus plumas impermeables mediante la extensión de un aceite que les permite conservar el calor corporal; y sus picos son anchos, planos, y laminados internamente, para filtrar o retener el alimento extraído del agua.

A nuestros aguazales están llegando varias especies de anátidas invernantes, como es el caso de los ánades silbones, ánades frisos, patos cuchara y porrones moñudos, a los que se unen numerosos individuos de otras especies, que, aunque sedentarias en nuestra provincia, en invierno incrementan sus poblaciones con la llegada de otros congéneres procedentes del norte, como es el caso del ánade real y el porrón europeo.

Hace ya demasiado tiempo, en los años ochenta del pasado siglo, cuando era estudiante de biología, acudíamos a las lagunas y embalses del sur de Córdoba con prismáticos y telescopios «a contar patos». Fue mi primer acercamiento a estos humedales con los que posteriormente establecí un vínculo más intenso. Un grupo de amigos fundamos la cooperativa El Contadero y, entre otras actividades relacionadas con la educación ambiental, nos hicimos cargo de la gestión de los equipamientos de uso público de estos paraísos naturales durante un tiempo. Por eso, en cierto modo, yo también me siento parte de la historia de la protección de las reservas y parajes naturales de las zonas húmedas del sur de Córdoba, y celebro el cuarenta aniversario de su declaración como espacios protegidos por la Junta de Andalucía.

Azafrán de otoño

No sé si es por las abundantes lluvias que están cayendo este otoño, pero en las laderas y calveros de la sierra han florecido más azafranes silvestres que nunca, al menos que yo recuerde. Es un regalo toparse con esta sugestiva flor que parece salir de la nada, sobre todo cuando se camina por una zona en la que sólo crecen resecas matas de coscoja, aulagas y jaguarzos.

El azafrán silvestre (Crocus serotinus) es una planta que parece empeñarse en romper las normas. Para empezar florece en otoño, cuando la gran mayoría lo hace en primavera. En lugar de sépalos y pétalos, como ocurre con la mayoría de las flores, esta planta presenta tépalos, término que se utiliza cuando no podemos distinguir por su color el cáliz de la corola. Así que desde el bulbo subterráneo nace una flor de color púrpura claro constituida por 6 tépalos soldados en un tubo alargado. Las hojas han desaparecido. Salieron en primavera y ya no queda rastro de ellas, dando la impresión de que las flores brotan directamente del suelo.

En el interior de la flor destacan tres largos estambres de intenso color amarillo o anaranjado y un gran estigma dividido. Estos órganos reproductores algo desproporcionados para el tamaño de la flor nos recuerdan que esta planta es pariente cercana del azafrán (Crocus sativus), del que tradicionalmente se han utilizado sus grandes estigmas secos - finas briznas que contienen el preciado polvo rojo- por sus propiedades medicinales, aromáticas, tintóreas y sobre todo por su uso como especia. Sin embargo, el azafrán silvestre es algo tóxico por contener colchicina, por lo que ni el ganado suele comerlo. Si bien este principio activo se ha utilizado para prevenir los ataques de gota, es importante seguir bien las instrucciones de uso, porque a dosis altas aumenta de forma significativa el riesgo de intoxicación.

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