A principios del mes de julio visité la isla de Cuba y tuve un primer acercamiento a su original avifauna. De todas las aves que pude avistar la que más me impresionó fue el zunzuncito, que es la especie más pequeña de los colibríes y, por tanto de las aves en general, y pasa por ser también el animal vertebrado de sangre caliente de menor tamaño del mundo. Esta ave exclusiva de Cuba es fácil de confundir con un abejorro, debido a su pequeño tamaño y peculiar vuelo, ya que agita sus alas unas 80 veces por segundo, lo que le permite permanecer en el aire en una misma posición durante mucho tiempo; de este modo es capaz de succionar el néctar de las flores sin necesidad de posarse, al igual que una abeja, curiosa convergencia adaptativa de dos especies tan alejadas filogenéticamente. El zunzuncito es relativamente abundante en la isla, y pude observarlo en el centro de La Habana, no lejos del Capitolio, entre la vegetación espontánea que se abre paso entre los ruinosos edificios tan abundantes en la capital cubana. En la reserva ecológica de Varahiacos, dentro de la península de Varadero, pude examinar su pequeñísimo nido, de apenas 3 centímetros de diámetro, por lo cual es el menor de todos los nidos de pájaros. Pero sobre todo, este curioso pájaro me hizo pensar en la sorprendente coevolución que han debido experimentar plantas y aves para hacerse imprescindibles unas para las otras.
Si hablamos de pájaros polinizadores la imaginación vuela directamente a los colibríes de regiones tropicales, pero poca gente sabe que una planta presente en nuestra flora, Anagyris foetida, se puede considerar como el primer caso en Europa de planta ornitófila, es decir, que es polinizada principalmente por aves. Conocida como «altramuz hediondo o del diablo», esta leguminosa es una especie arbustiva, relíctica de la flora subtropical terciaria, que florece durante los meses de otoño e invierno, período que aprovechan ciertas especies de paseriformes como currucas (Sylvia atricapilla y Sylvia melanocephala) y mosquiteros (Phylloscopus collybita) para visitar sus flores en busca de néctar, al tiempo que recogen y transfieren eficazmente el polen, facilitando, por tanto, la polinización.
Pero la razón de incluir este arbusto dentro de nuestro calendario natural en pleno verano es porque Anagyris rompe otro de los tradicionales esquemas adaptativos que muestran las plantas de nuestro entorno. Si hablamos de caída de hojas, todo el mundo lo relaciona con el otoño; pues bien, esta planta va también a la contra en esta norma, perdiendo las hojas al principio de la estación seca y quedándose sarmentosa y raquítica, con largas legumbres entre varetas. Este recurso adaptativo de ser «caducifolia de verano» es más propio de las plantas magrebíes que de las españolas, salvo algunas de los subdesiertos almeriense y murciano. El trébol hediondo, como también se conoce a esta planta, presenta hojas trifoliadas, que desprenden un olor que puede resultar desagradable, pero no tan fétido como se suele afirmar. Las flores son de un color amarillo verdoso y las legumbres parecen pequeñas algarrobas de color verde.
Pero el altramuz del diablo guarda aún más sorpresas, y es que se trata de una planta altamente tóxica, por poseer dos fuertes alcaloides, tanto en la corteza como en las hojas: anagirina y citisina, que pueden provocar la muerte por insuficiencia respiratoria. Por ello esta planta fue usada durante la Edad Media para envenenar las puntas de las flechas que se disparaban con los arcos o las ballestas. El efecto es parecido al del curare, el famoso veneno de flechas de los indios sudamericanos. Según Carlos Pau, uno de nuestros mejores botánicos, su distribución actual en España podría responder a restos de antiguos cultivos, apareciendo asociada a veces a antiguas fortificaciones y castillos. De hecho, lo he encontrado entre las piedras derrumbadas del castillo de Zambra y cerca del castillo de Almodóvar, aunque se la puede localizar en casi cualquier sitio con la única condición de que sean suelos basófilos. Por ejemplo, lo he visto en las Canteras de Santa Ana de la Albaida, y en dos de los senderos más conocidos de nuestra provincia: en el cañón del río Bailón, y en el descansadero de la Vega del Negro, en el sendero del Guadalora.
* Biólogo