CALENDA VERDE

La naturaleza al ritmo de las estaciones

La vida le exige muy poco al ser humano, comer, dormir, procrear y poco más. Sin embargo, la sociedad actual tiende a ir eliminando todos los estímulos naturales y nos está abocando a una vida cargada de ansiedad que viene dada por una serie de necesidades virtuales y que, realmente, observadas desde fuera, no dejan de ser minucias

Bandada de aves sobre la luna llena.

Bandada de aves sobre la luna llena. / EFE

José Aumente Rubio

José Aumente Rubio

Todos los seres vivos han ido evolucionando a lo largo de millones de años en función de unos estímulos procedentes del entorno, de la naturaleza. Unos estímulos que también para el hombre han sido el aire puro, los horizontes infinitos, el canto de los pájaros, el murmullo de las fuentes y la necesidad de ejercicio y de vencer las dificultades.

Pero últimamente parece que lo que pretenden las sociedades occidentales es ir eliminando todos los estímulos naturales que quedan, abocándonos a un mundo virtual, que suele ir acompañado de un aumento de los niveles de ansiedad. En la naturaleza, sin embargo, piensas solamente en tus necesidades más básicas y ves que la fauna y la flora hacen otro tanto. Esto nos hace recordar que la vida nos pide muy poco: comer, dormir, procrear... Exigencias de verdad, de hecho, no tenemos muchas. Todas estas minucias que nos preocupan, que nos hacen subir la tensión, que nos están matando de asfixia, en realidad no tienen nada que ver con la vida. Ir al campo nos lo hace ver todo muy claro. Vivir y basta. La mayoría de esas preocupaciones son invenciones nuestras. La naturaleza nos recuerda lo simple y asequible que es la vida.

Disfrutar de lo cercano

Aunque sea una experiencia personal que cada uno debe procurarse, con estas páginas pretendo, modestamente, ayudar al lector a acercarse a esa maravillosa naturaleza que nos rodea. No hay que buscar paisajes lejanos y exóticos. En nuestra misma ciudad, en los parques o solares abandonados tenemos ante nosotros un mundo apasionante. Cada quince días iremos comentando algunos de los acontecimientos que se vayan produciendo en nuestro entorno natural y que, para la mayoría de la gente, pasan desapercibidos; acontecimientos naturales que marcan las estaciones y que nos conectan con el transcurrir inexorable de la vida, ajena a esos problemas ficticios que nos plantea la sociedad actual.

Empezamos el año con nuestros campos, bosques y aguazales animados por múltiples agregaciones de aves. El invierno invita al sencillo goce de ver fulgores de alas, formaciones de pájaros que escriben livianas letras sobre el cielo, masas de cientos de partes convertidas en un organismo que parece tener carácter único. Son varias las especies de aves que deciden agruparse en los meses más fríos del año. Las más fáciles de observar son las que se concentran en las ciudades como, por ejemplo, los miles de estorninos pintos que se acuestan todas las noches en las copas de los árboles de muchos parques, paseos y jardines; o las concentraciones de las delicadas lavanderas blancas, que una noche de invierno tomaron como dormitorio la enramada que cubre algún parque de algún barrio de Córdoba, para sorpresa de los ciudadanos que no se explican de dónde sale esa cantidad de pajarillos que hacen hervir cada atardecer. La explicación es que dentro de las ciudades estas aves se sienten más protegidas de los depredadores y de las bajas temperaturas. Se ha calculado que el gasto energético que supone volar diariamente un total de 15 minutos (ida y vuelta) entre la zona de alimentación y la zona de descanso se ve compensado por los cuatro grados centígrados de más que las aves encuentran en la ciudad, merced a ese fenómeno conocido como «islas de calor urbanas».

En los campos que rodean la ciudad ocurre otro tanto. De los barbechos se levantan a nuestro paso desordenados escuadrones de trigueros, jilgueros, pardillos y verderones; y de los encinares hacen lo propio bandos de palomas torcaces, para deleite de los cazadores que hasta el próximo 5 de febrero tienen permiso para abatirlas a disparos.

Aunque como decía mi admirado Félix Rodríguez de la fuente, «es mucho mayor el placer, y mucho más profunda la satisfacción, el triunfo del hombre que va por el campo conociendo cada criatura que lo puebla e interpretando el mensaje de su existencia, que el tremendo tributo que ha de cobrarse quién no conoce más idioma que el de la muerte para hablar con la naturaleza».

La flor del narciso.

La flor del narciso. / CÓRDOBA

[object Object]

Los árboles están callados. Los de los setos y riberas se han desprendido hace tiempo de las hojas que les vistieron durante el pasado año. Otros, como el quejigo, perseveran en mantenerlas, pardas y secas, hasta que estén dispuestos los nuevos retoños. Y los hay que no se resignan a regalar las hojas a los vientos del frío, como los pinos y las encinas.

Más abajo, por el suelo, no es precisamente tiempo de florecillas, que hasta las rocas se resquebrajan por la fuerza del hielo, aunque con esto del cambio climático ese fenómeno vaya quedando relegado a las zonas de alta montaña; pero los ranúnculos están tan frescos, por algo son flores de invierno, al igual que algunos lirios y narcisos. De estos últimos hay uno que salpica de blanco numerosos rincones de nuestros montes. Se trata del Narcissus papyraceus, que se puede contemplar por estos días incluso en las cunetas de cualquiera de las carreteras que suben a la sierra. Las flores colgantes de las plantas de narciso recuerdan al cabizbajo personaje mitológico que le dio nombre, encarnado por un joven que se enamora de su propia imagen al verla reflejada en una fuente. Su nombre, del griego narké, sueño, evoca otro de sus encantos: el perfume de sus flores es tan intenso, que provoca cierto amodorramiento. Pero no todo él es dulzura: Dioscórides mencionaba el poder vomitivo de los bulbos del narciso y en el siglo XIX se empezó a utilizar como antiespasmódico. Por eso es recomendable lavarse las manos después de manejar los bulbos de estas plantas.

Suscríbete para seguir leyendo