El mundo no sólo padece malas noticias. Incluso en el preocupante aspecto medioambiental, también hay algunas buenas. Y la más destacada puede que sea la indudable recuperación de la capa de ozono de la atmósfera, que durante los años 80 y 90 estuvo seriamente amenazada por el gigantesco agujero que causaron los gases CFC (clorofluorocarbonados). Los sistemas de refrigeración y los aerosoles (como las lacas para el pelo) fueron los responsables de un desaguisado que ha costado décadas resolver. En el 2019, la superficie del agujero experimentó un mínimo histórico y se prevé que siga en la misma línea en el 2020. La batalla, por tanto, parece (casi) ganada.

Pero ¿cómo ha sido posible este camino de éxito? Todo comenzó con las consabidas protestas de una minoría de ecologistas y científicos a los que nadie tomaba muy en serio, allá a principios de los años 70. Pero finalmente fueron ni más ni menos que dos ultraliberales como Margaret Thatcher y Ronald Reagan, dirigentes de Reino Unido y Estados Unidos, respectivamente, quienes dieron la razón a aquellos primeros activistas y estamparon su firma, junto con las de casi 200 países más, en la Convención de Viena y en el Protocolo de Montreal, en los años 1985 y 1987. Con ellos se salvaba, literalmente, el planeta.

Thatcher, la Dama de Hierro, pasará a la historia por haber enviado al paro a millares de compatriotas con sus políticas conservadoras, pero son menos conocidos algunos aspectos de su gestión que lograron dar una esperanza al planeta. La primera ministra, para empezar, era doctora en Química, circunstancia que le permitió comprender enseguida la gravedad del problema que se cernía sobre la capa de ozono. Esto y el influjo que Thatcher ejercía sobre el presidente Reagan permitieron acelerar el acuerdo. Lo fundamental fue, sin embargo, que los dirigentes políticos hicieron caso a los estudios científicos.

Movimientos en contra

Y, sin embargo, no fue tan fácil. La poderosa industria de los CFC no reaccionó precisamente complacida con el anuncio de prohibición de estos compuestos. «Son gases que alimentaban los motores productores de frío y calor, es decir, eran la médula de la actividad industrial, no sólo un elemento marginal. Y, además, países del sur como China, India, Argentina o Brasil no querían perder su propia capacidad para producir neveras o sistemas de refrigeración, vitales para su desarrollo económico», como recuerda Luis Ángel Fernández en el libro El medio ambiente, visto por el Sur. Y, dentro de Estados Unidos, no faltaron corrientes ultras que aseguraban que los daños en la capa de ozono era simplemente mentira, una situación que hoy resulta sumamente familiar respecto a la crisis climática.

Si bien raramente se relaciona el problema de la capa de ozono con el actual cambio climático, lo cierto es que los CFC son gases de efecto invernadero que han contribuido de forma importante al efecto invernadero del planeta. Por ello, las medidas que se adoptaron para eliminar los CFC hace 35 años resultaron tener un impacto positivo en la lucha por el clima.

2060: punto final

¿Cuál es la situación actual del agujero en la capa de ozono? Los últimos datos de los satélites europeos que monitorizan este fenómeno (Copernicus-Sentinel), de septiembre del año pasado, confirman que va cerrándose. Si el resultado de esta mejora es tan lento es porque los CFC tienen una vida útil de 50 a 100 años, por lo que aún pasarán décadas hasta que desaparezcan por completo. De hecho, los científicos sitúan el año 2060 como meta para dar por realmente conjurado el problema de esta capa atmosférica, si bien también es posible que nunca desaparezca del todo.

De hecho, no es descartable que aparezcan complicaciones imprevistas. Sin ir más lejos, durante los últimos meses los científicos observaron preocupados cómo se abría un agujero en la capa de ozono sobre el Polo Norte, que se sumaba al ya existente en el Antártico. No era la primera vez que se observaba esta situación, pero en esta ocasión las dimensiones eran algo más preocupantes. Afortunadamente, este segundo agujero se cerró al cabo de unas pocas semanas, a finales del pasado mes de abril. Los expertos han señalado a una serie de episodios meteorológicos para explicar esta situación, que, además, «nada ha tenido que ver con el coronavirus», aclaran.

No bajar la guardia

Sea como sea, es preciso no bajar la guardia: «No hay motivos para la complacencia», afirmó Vincent-Henri Peuch, responsable del citado programa de seguimiento. «La recuperación de la capa de ozono depende del cambio climático, dado que éste puede contribuir al enfriamiento de la estratosfera a largo plazo, lo que podría agravar la pérdida de ozono y retrasar el proceso». Además, recuerda que «persiste la posibilidad de que se generen emisiones no autorizadas de sustancias que agotan la atmósfera». De hecho, esto fue lo que sucedió en el 2018 cuando se detectaron emisiones inesperadas y totalmente clandestinas de un tipo de CFC. El origen pudo ser localizado en algún lugar de Asia y se adoptaron las medidas oportunas.

¿Qué hubiera pasado sin esta movilización mundial a favor del planeta? La NASA señaló en un informe de hace ya diez años que, de no haberse firmado el Protocolo de Montreal, en el 2065 se habrían destruido las dos terceras partes de la capa de ozono y el agujero se habría convertido en permanente, sin capacidad de regeneración. La radiación ultravioleta, que daña el ADN, habría aumentado hasta seis veces. Para hacerse una idea, bastarían cinco minutos de exposición al sol para sufrir quemaduras. El mismo informe estimaba que para el 2030 habría dos millones más de casos de cáncer de piel como consecuencia de este hecho. La realidad hoy sería, por tanto, muy diferente. Nuestro planeta, recuerdan los científicos, es un organismo delicado que funciona como un sistema (un ecosistema) en el que lo que suceda a una de sus piezas repercute en todas las demás. Y el ser humano es una de ellas.