Más de ocho horas diarias recorriendo distancias de hasta quince kilómetros en busca de agua. Esa es la realidad de mujeres y niñas en muchos países africanos. Cargadas con bidones llegan a trasladar entre 15 y 20 litros por cada viaje. Sin tiempo para otro menester que no sea la supervivencia. ¿Qué le aguarda a ese sector de la población históricamente maltratado en un escenario de emergencia climática? Muchas expertas alertan sobre el doble perjuicio que supondrá el calentamiento global cuando el setenta por ciento de los 1.200 millones de seres humanos que viven en la pobreza son mujeres. De ahí que la gran reclamación, en los últimos tiempos, sea la de vincular las políticas medioambientales con las de género. La revolución será feminista y verde, o no será, insisten las mismas voces.

Desde Greenpeace se hace especial hincapié en que las mujeres son las más afectadas por el cambio climático y las que menos representación tienen en los órganos de poder internacionales. Acabar con esa desigualdad es uno de los pasos hacia la transición energética «justa e inclusiva» que en los últimos años empiezan a demandar más entidades sociales, con la Organización de las Naciones Unidas a la cabeza. «Los daños al medio ambiente impactan sobre todo a las mujeres, incrementando las violencias que viven cada día. En el 2017 casi la mitad de los asesinatos a defensores ambientales fueron hacia las mujeres», recuerdan desde Greenpeace.

Discriminación ancestral

Además, los desastres naturales afectan también más al sexo femenino, acentuando una desigualdad y discriminación ancestral. Como ejemplo, en el tsunami asiático del 2004, casi el setenta por ciento de las víctimas mortales fueron ellas. Tienen hasta catorce veces más posibilidades de morir y de sufrir las consecuencias de hambrunas o sequías. «Sin embargo, las políticas públicas de adaptación y mitigación no tienen en consideración el género», inciden desde Greenpeace. Las mujeres representan el 51% de la población mundial y el 43% de la fuerza de trabajo agrícola de los países en vías de desarrollo, pero aunque trabajan la tierra, solo les pertenece un uno por ciento. Dato esclarecedor. La antropóloga Yayo Herrero sostiene que la crisis ecológica, el racismo colonial y el patriarcado constituyen, junto con la explotación del trabajo humano, los pilares materiales de la crisis civilizatoria. Para Herrero, con un planeta agotado y con un calentamiento global irreversible, las políticas públicas se han de articular en torno a la sostenibilidad de la vida.

En la Agenda 2030

La Agenda 2030 de la ONU, con sus diecisiete Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), coloca la lupa sobre puntos como la erradicación de la pobreza, el fin del hambre, el acceso al agua o la energía con el prisma de la igualdad de género siempre presente. Una premisa básica.

La discriminación se recrudece en países donde los recursos naturales son esenciales para el día a día, y la búsqueda de agua o leña copan jornadas enteras que impiden el desarrollo de actividades educativas o lúdicas en el caso de las mujeres, pues entre las comunidades rurales representan hasta dos tercios de la fuerza de trabajo. Por tanto, están más expuestas a los impactos de la sequía y la desertización. Especialmente cuando son ellas las que producen hasta el 60% de la comida del hogar, pero rara vez son propietarias de las parcelas que cultivan.

En el África subsahariana, por ejemplo, las mujeres representan el 75% de la fuerza de trabajo, pero apenas son propietarias de los campos. Y?si los tienen, estos son más pequeños y marginales. Según el World Economic Forum, el 60% de las personas que sufren de desnutrición son mujeres y niños, además de ser los que más sufren una mayor tasa de mortalidad prematura en los ambientes de contaminación atmosférica.

Más carga de trabajo

Durante los fenómenos climáticos extremos, las mujeres no sólo están más expuestas a morir, sino que en caso de sobrevivir, incrementan su carga de trabajo al tener a su cuidado a más personas que dependen de ellas. Además, la conservación del territorio en muchos puntos ha sido impulsada por las mujeres por su dedicación a las tareas agrícolas. De ahí que traten de inculcar en sus comunidades la necesidad de preservar recursos como el hídrico, que es limitado en esos lugares. No es de extrañar, por ello, que las indígenas estén más expuestas a sufrir una violencia relacionada con la preservación de la biodiversidad. En el 2017, casi la mitad de los asesinatos a defensores medioambientales tuvieron nombre de mujer.

Un olvido histórico

La falta de representación en los órganos de decisión, además, no ofrece datos para el optimismo. Los datos son reveladores. Un 33% de las contribuciones nacionales de los países para combatir el cambio climático incluyen explícitamente una dimensión de género, y únicamente en aquellos en desarrollo. Según los expertos, sólo en 37 de 160 países en el mundo las mujeres y los hombres tienen iguales derechos para ser propietarios, usar y controlar la tierra. De ahí la necesidad de que se incorporen mujeres a los órganos internacionales de gestión de los grandes acuerdos sobre cambio climático, con representación también en todos los niveles de administraciones públicas y de decisión.