Cuando aún era solo un candidato, no respaldado por ni un solo voto en caucus y primarias republicanas, Donald Trump llamó a David Axelrod, que había sido uno de los principales asesores de Barack Obama, y le trasladó la oferta de construir en la Casa Blanca un gran salón «de al menos 100 milllones de dólares». Lo contó el propio Trump en su último mitin antes de que empezaran las votaciones en Iowa, y lo hizo razonándolo con la lógica y el estilo a los que, casi un año después, es forzoso estar acostumbrado. «Cada vez que viene la gente top de China... colocan una carpa en la Casa Blanca. Siempre ponen carpas en los jardines. En primer lugar, no es bueno en seguridad. En segundo lugar, la persona propietaria de las carpas está haciendo una fortuna. Tendremos un gran salón en la Casa Blanca», dijo. Y añadió: «Conseguiremos a la mejor gente, lo mejor de todo, y tendremos el mejor salón. Lo pondremos en algún lugar en que funcione magníficamente, en contexto».

De aquella propuesta no ha vuelto a haber noticias. Y los cambios que pueden llegar a la Casa Blanca a partir del 21 de enero, cuando el magnate inmobiliario cruce las puertas del 1600 de Pensilvania Avenue ya convertido en presidente de Estados Unidos, van mucho más allá de posibles construcciones, remodelaciones o decoración. Aunque esas también sean posibles.

Movimiento sísmico

El giro en la mansión que orgullosamente se ofrece como «la casa del pueblo» pero que a lo largo de la historia también se ha conocido como el «palacio presidencial» se anticipa tan radical como el extremo viraje político que han decidido las urnas, un movimiento sísmico como no se veía desde que en 1981 los Reagan dieron el relevo a los Carter. Trump ha dado pistas de que podría acabar con los briefings de inteligencia y la rueda de prensa de su portavoz diarios y ha sugerido que reforzará la protección del Servicio Secreto con agentes de seguridad privada. Pero, además, su Casa Blanca puede ser muy distinta a la actual no solo en el Ala Oeste, sino también en la residencia ejecutiva y en el ala Este.

Aire a las velas

El esquema tradicional de primera familia no va a repetirse, al menos por ahora, con los Trump. La tercera esposa del septuagenario nuevo presidente, Melania Trump, ha decidido quedarse en Nueva York y no instalarse en la residencia oficial por lo menos hasta que Barron, el menor de los cinco hijos de Trump y el único que ha tenido con la exmodelo eslovena, hace 10 años, acabe el curso en su escuela privada del Upper West Side (donde la matrícula cuesta 40.000 dólares al año).

En las últimas décadas otras primeras damas con hijos en edad escolar, incluyendo Michelle Obama, barajaron también postergar su traslado a la capital, pero acabaron inclinándose por acompañar a sus maridos. Y esa convivencia tiene según algunos expertos un peso más que simbólico. Sin su esposa y su hijo pequeño, Trump «puede acabar perdiéndose los pequeños toques y las pequeñas fuentes de buenas noticias que pueden impulsar a un presidente», según explicaba en The Washington Post Gil Troy, un historiador de la Universidad McGill, que apuntando a la presidencia de EEUU como uno de los trabajos más solitarios del mundo, opinaba también que «tener a la esposa alrededor puede normalizar mucho las cosas. La primera dama puede dar un poco de aire a las velas de un presidente».

No mudarse no significa que Melania Trump no vaya a desempeñar funciones tradicionales de la primera dama, aunque ese sea un papel que no está definido en la Constitución estadounidense y que ha ido variando según quien llegara a la Casa Blanca. En su único mitin en campaña, tras el bochorno del discurso plagiado a Michelle Obama en la convención republicana, anunció que pretende luchar contra el bullying, (una causa que no es difícil encontrar paradójica dadas las insultantes explosiones de su marido, que promete seguir usando Twitter desde el Despacho Oval).

Y Anita McBride, que fue asesora del presidente George W. Bush y jefa de personal de Laura Bush, ha explicado también en el Post que, en lo que respecta a actos ceremoniales, lo que está oyendo es que «cuando sea necesario y si lo es, la señora Trump puede trasladarse para participar en actos, pero también él tiene otros miembros de su familia que pueden apoyarla en esos deberes».

En ese apoyo hay precedentes. Jackie Kennedy solía viajar a menudo durante la presidencia de su marido, y eran la madre y las hermanas de JFK quienes asumían algunas de las funciones ceremoniales y Margaret Truman y Pat Nixon suplieron frecuentemente a sus madres. Pero son ejemplos que apunta a dejar pequeños Ivanka Trump.

Vecina de Obama

Es la segunda hija del presidente, que estuvo mucho más activa y presente en la campaña que Melania y es una de las personas en quien más confía Trump, quien posiblemente desarrollará de facto el papel de primera dama. De momento, ya ha sido ella quien ha ayudado al presidente electo a gestionar encuentros con famosos defensores del medioambiente como Al Gore y Leonardo DiCaprio y quien ha estado presente en reuniones o conversaciones con líderes extranjeros como Shinzo Abe o Mauricio Macri.

Ella y su esposo, Jared Kushner, también íntimo asesor del magnate, han alquilado una casa en Washington donde se instalarán con sus tres hijos. Como los Obama, han elegido Kalorama, que se consolida como el barrio it de la capital con esas llegadas y otras, como la de Wilbul Ross, el milmillonario elegido para la Secretaría de Comercio, que antes incluso de ser confirmado se ha comprado una mansión de 12 millones de dólares. Y se da por hecho que será Ivanka quien ocupe la oficina en el Ala Este reservada para la primera dama.

La ética, a prueba

Hay precedentes legales en los que el presidente electo podría escudarse para alejar los fantasmas de nepotismo, como una decisión judicial de 1993 que asegura que la ley de 1967 que trata de frenarlo solo afecta a cargos del Gabinete, no de la Casa Blanca. Pero con Ivanka y Kushner entre su staff, Trump pondrá de nuevo a prueba, si no la ley, la ética. Será otro reto a las costumbres de un presidente sin duda novedoso que, puesto a romper con las tradiciones, es el primero en décadas que no ha hecho públicas sus declaraciones de impuestos y que está salpicado por la sombra de serios conflictos de intereses, por más que haya asegurado, sin dar todos los detalles, que se desvinculará de su organización empresarial, que quedará en manos de sus hijos Donald Jr. y Eric.

El más que posible rol de Invanka, no obstante, puede representar un cambio bienvenido por muchos en la definición de un papel difuso. «Quizá Ivanka fuerce a una reconsideración de qué significa ser primera dama y quién debe ocupar esa posición», ha declarado, por ejemplo, Kate Andersen Brower, autora de dos libros sobre la vida en la Casa Blanca, que ha apostado por que ese papel (que no tiene salario, pero sí dispone de personal propio con financiación federal) vaya «a alguien que lo quiera y que reconozca la increíble responsabilidad y oportunidad que viene con el verdaderamente anticuado apodo, no alguien que hereda el título».

Lo que parece claro es que con la llegada de los Trump a la Casa Blanca se constata lo que ha dicho Katherine Jellison, historiadora de Ohio University y otra autoridad en primeras damas: «Estamos en un momento en que se rompen todos los moldes». Y también algo que ha señalado McBride, la exasesora de los Bush: «Como todo en estas elecciones, el manual se está reescribiendo cada día». Y si algo ha demostrado Trump es que es mejor no adelantarse a lo que se escribirá en esas páginas.