falta apenas un mes para la Navidad, pero la Plaza del Pesebre de Belén es un hervidero de turistas que se mueven en torno a la Basílica de la Natividad y la Gruta de la Leche, que marca los lugares exactos en los que, según la tradición, la Virgen alumbró y amamantó a Jesús. Millones de personas pasan cada año por el centro neurálgico de la ciudad palestina, bien sea como peregrinos o como simples turistas curiosos por conocer un lugar único en el mundo que, se sea creyente o no, no deja indiferente a nadie.

Viajar a Tierra Santa, más allá de la vivencia mística o religiosa que busca -y encuentra- cualquier peregrino, permite al visitante conocer una tierra inquietante, llena de contraste, a medio camino entre la historia y la leyenda. Belén y Jerusalén, a menos de diez kilómetros de distancia una de la otra, muestran dos realidades dispares, la primera de las cuales viene dada por sus respectivos gobiernos (la Autoridad Nacional Palestina y el estado de Israel). Este aspecto, que en cualquier otra parte del mundo no reflejaría grandes diferencias, hace de ambas ciudades dos mundos diferentes: la primera, fuera de la Plaza del Pesebre, se muestra como cualquier ciudad árabe aunque, eso sí, decadente, empobrecida, muy lejos del capitalista «espíritu de la Navidad» que ya en estos días preside la inmensa mayoría de las ciudades occidentales; la otra, al menos la Jerusalén intramuros, se presenta restaurada, casi como una estampa bucólica en muchos puntos, en tensión permanente por la omnipresencia militar y la constante vigilancia, pero rica y atractiva para cualquiera que disfrute conociendo otras culturas.

Belén es un indudable foco de atención para el turismo religioso, pero ese poder que ejerce entre los peregrinos se queda prácticamente en la Plaza del Pesebre. Pocos turistas van más allá de los santos lugares. Desde la misma casa de peregrinos que poseen los franciscanos junto a la Basílica de la Natividad se divisa el muro construido por Israel para separar su territorio del suelo palestino, el muro de la vergüenza, que convierte la ciudad en casi una cárcel para sus habitantes, musulmanes en su mayoría. De hecho, el centro neurálgico de la ciudad está presidido en uno de sus extremos por los lugares santos cristianos y en el otro por la mezquita de Omar. Entre ambas se levanta el Centro de la Paz, en homenaje a la convivencia, y un puñado de tiendas de souvenirs en las que se pueden encontrar desde figuras realizadas en madera de olivo - símbolo de la tierra- o nácar, a rosarios, velas, imanes u objetos de todo tipo alusivos al nacimiento de Jesús.

La minúscula puerta por la que habitualmente se accede a lo que un día fuera la cueva en la que nació Jesús se encuentra clausurada por las obras de restauración a que está siendo sometida la fachada, que bien parece una fortaleza medieval. Mientras duren los trabajos, el acceso se hace por una puerta lateral a través de la que se llega a un claustro que lleva a la basílica, cuya primera construcción data del siglo IV. En su interior, bajando una estrecha escalera y bajo el presbiterio, una estrella dorada de 14 puntas es punto de reverencia de los cientos de peregrinos que cada día llegan hasta ella, no sin dificultad.

El mismo ritual se repite a unos 50 metros, en la Gruta de la Leche. Un pequeño patio recibe al visitante antes de adentrarse, escaleras abajo, en la cueva, rodeada por un pasillo que conduce al lugar en el que la leyenda cuenta que una gota de leche que se le cayó a la Virgen hizo que la roca cambiara de color y se volviera blanca. Detrás de esta zona, en una capilla anexa ajena al murmullo de los turistas, se venera en silencio al Santísimo.

Fuera de la principal plaza de Belén la vida diaria continúa ajena al turismo, cuyas visitas suelen ser de un día, cuando no de unas horas, y procedentes de Jerusalén. En el centro histórico, el olor a especias impregna las bulliciosas calles, jalonadas de tiendas y locales de artesanos, puestos callejeros de frutas, verduras y frutos secos, de maíz hervido, de zumos frescos o deliciosos falafel.

Es precisamente esta zona la que se quiere promocionar turísticamente para ampliar las visitas, y con este fin el Consorcio Provincial de Desarrollo Económico, ha participado en el proyecto de cooperación transfronteriza en el Mediterráneo Future of our Past, financiado por la UE. Un programa que persigue la puesta en valor de los centros históricos de ciudades de la cuenca mediterránea -entre ellas Córdoba- rehabilitando viviendas típicas de cada región y adaptándolas como apartamentos turísticos, y su promoción a través de una web común a la que pretenden sumar más ciudades.

Desde las zonas altas de Belén llaman poderosamente la atención los miles de depósitos de agua que llenan las azoteas de los edificios. Es la única forma que tienen de hacer frente «a los caprichos de Israel», te contestan cuando les preguntas, ya que les corta el agua sin avisarles.

La ciudad antigua, bulliciosa, animada y con un tráfico desordenado se topa de bruces en el extrarradio con el muro construido por Israel para separar ambos territorios. Enormes graffitti (incluidos varios de Banksy) ocupan buena parte de la gran pared de hormigón en el tramo que discurre dentro del casco urbano de Belén, junto a uno de los checkpoint, generando en quien lo observa de frente sentimientos de frustración, impotencia, vergüenza. Y nuevamente una sensación de asfixia que te hace ponerte en la piel de sus habitantes, ahogados no solo económica sino también físicamente por un estado vecino al que ni ellos reconocen ni este los reconoce a ellos.

Pese a todo, los palestinos luchan por desterrar una imagen asociada al terrorismo y la violencia. Y en este empeño, proponen lo que ellos denominan un «turismo vivencial», con el que intentan que el visitante experimente la vida cotidiana de la zona. La propuesta pasa por una serie de rutas y senderos temáticos, aunque también por conocer pequeños pueblos como Battir, cuyos habitantes se dedican principalmente a la artesanía y el cultivo hortofrutícola en un sistema de terrazas que pervive desde la época romana y que la Unesco declaró Patrimonio de la Humanidad en el año 2012.

Belén y su entorno tiene, además, un hándicap de cara al turismo que no es ni la violencia ni la pobreza. De hecho, otros muchos lugares son infinitamente más pobres y siguen conservando un innegable atractivo. Belén tiene un problema de suciedad, y eso no se combate con costosos programas de cooperación, sino con algo mucho más sencillo como campañas de concienciación, que bien pueden ser en las escuelas y, si es preciso, educar a los mayores a través de los niños.