Siempre se ha dicho que detrás de todo gran hombre hay una gran mujer y esto en el caso de Ramón y Cajal se confirma con creces, porque gracias a aquella joven humilde e incluso de poca cultura pudo llegar a donde llegó. Fue la compañera ideal, no solo en el matrimonio y como madre de familia (tuvieron 7 hijos) sino también como ayudante en el laboratorio y como «salvación económica» en los momentos más necesarios y difíciles. A este respecto se cuenta que cuando el científico se desesperaba porque nadie en España le hacía caso ni le ayudaban fue ella la que ahorrando consiguió la suma que necesitaba para ir al Congreso de la Sociedad Anatómica Alemana, celebrado en Berlín, donde iba a exponer su descubrimiento del funcionamiento del sistema nervioso, porque el Ministerio y la Universidad le negaron hasta lo que costaba el viaje y el hospedaje.

Pero, dejemos que sea el propio Nobel quien nos hable de lo que significó su matrimonio con Silveria Fañanás García:

«Recuerdo que cierto compañero, extrañado de verme entrar con tal inconsciencia e intrepidez en el gremio de los padres de familia, exclamó: «¡El pobre Ramón se ha perdido definitivamente! ¡Adiós estudio, ciencia y ambiciones generosas!»

Fatídicos eran los presagios: mi padre vaticinaba mi muerte en breve plazo; los amigos me daban definitivamente fracasado.

Y en principio mis censores tenían razón. Es incuestionable que en la mayoría de los casos la vanidad femenil, junto con las necesidades y afanes del hogar, acaparan financieramente toda la actividad mental del esposo, a quien se impone, con todo su desvalor prosaísmo, el conocido primum vivere… Mas en esta clase de asuntos es preciso, para acertar, fijarse, en las condiciones individuales, en las tendencias y sentimientos íntimos. Además, olvidamos a menudo que en la sociedad conyugal, al lado de factores económicos, actúan también resortes éticos y sentimientos decisivos, a cuyo influjo prodúcense impensadas y casi siempre felices metamorfosis de la personalidad física y moral de los esposos. En virtud de estos cambios y de la consiguiente integración de actividades, la sociedad conyugal constituye una entidad superior, capaz de crear valores mentales y económicos enteramente nuevos o apenas latentes en los sumandos.

Por no haber tenido en cuenta estos factores, fallaron de medio a medio la profecía de los amigos. Físicamente, mejoré a ojos vistas, reconociendo todos que desde mi regreso de Cuba jamás fue mi estado tan satisfactorio. Mi mujer, con una abnegación y una ternura más que maternales, se desvelaba por cuidarme y consolidar mi salud. En cuanto al tan cacareado abandono del estudio y de toda ambición elevada, bastará hacer notar que en años siguientes, y cuando ya tenía dos hijos, publiqué mis primeros trabajos científicos y gané por oposición la cátedra de Anatomía de Valencia.

La armonía y la paz del matrimonio tienen por condición inexcusable el que la mujer acepte de buen grado el ideal de vida perseguido por el esposo. Malógranse, por tanto, la dicha del hogar y las más nobles ambiciones cuando la compañera se erige, según vemos a menudo, en director espiritual de la familia, y organiza por sí el programa de actividades y aspiraciones de su conyugue. Bajo este aspecto, debo confesar que jamás tuve motivo de disgusto.

Lejos de lamentar, según les ha ocurrido a muchos aficionados a la ciencia o al arte en España, esa derivación casi exclusiva de los ingresos hacia las disipaciones y vanidades de la indumentaria, del teatro o del lujo domestico, sólo hallé en mi compañera felicidades para costear y satisfacer mis aficiones y continuar mi carrera. No hubo, pues, dinero para perifollos, teatros, coches y veraneos, pero sí para libros, revistas y objetos de Laboratorio. Y aunque estos elogios parezcan extraños y aun inconvenientes en mi pluma, complázcome en declarar que, no obstante una belleza que parecía invitarla a brillar y ostentarse en visitas, paseos y recepciones, mi esposa se condenó alegremente a la oscuridad, permaneciendo sencilla en sus gustos, y sin más aspiraciones que la dicha tranquila, el buen orden en la administración del hogar y la felicidad del marido y de sus hijos. Que, dados mi carácter y tendencias, mi elección fue un acierto, reconociérolo pronto mis progenitores, singularmente mi madre, que acabó por querer sinceramente a su nuera, con quien compartía tantas virtudes domésticas y tantas analogías de gusto y carácter». Pero, aquella gran mujer, además de ayudarle en todo también, fue siempre su «paño de lágrimas» cuando el investigador tenía algún fracaso en el laboratorio o no encontraba lo que buscaba en el microscopio. Cajal era un genio, y los genios también tienen sus momentos débiles y sus manías.

Otro de los consuelos o antídoto que tuvo siempre fue el ajedrez. Don Santiago se apasionó con el ajedrez de tal modo que un día tuvo que cortar por lo sano y alejarse de los tableros como si fuesen la peste. Según él, en el ajedrez no se juega dinero ni nada parecido pero sí exige tiempo y desgaste mental, lo que él no estaba dispuesto a perder. Era un hombre de tertulia y cada día después de comer disfrutaba con una hora de charla con los amigos. Aunque en realidad a la peña iba a jugar al ajedrez. Antonio Calvo Roy, unos de sus biógrafos, escribe:

«También en las peñas se jugaba al ajedrez, vicio del que Cajal decidió quitarse después de un periodo en el que el juego «amenazaba seriamente mis veladas». Una vez más su voluntad y su orgullo, los dos de tamaño poco común, hicieron que, como de niño en las pedreas, quisiera sobresalir como el mejor jugador del Casino Militar, donde se celebraban las partidas. Cuando fallaba dormía mal: «ocurríame a menudo despertarme sobresaltado durante las primeras horas matinales, con el cerebro enardecido y vibrante, prorrumpiendo en frases de irritación y despecho: “¡Torpe de mí! -exclamaba-; había un jaque mate a la cuarta jugada y no supe verlo».

Para despegarse de la afición a un juego en el que «si no se pierde dinero, se pierde tiempo y cerebro, que valen infinitamente más. Y se despolariza nuestra voluntad, que corre por cauces extraviados», Cajal, que se sentía incapaz de dejarlo solo mediante su fuerza de voluntad debido a que estaba «acuciado constantemente por el ansia de desquite», decidió que la mejor manera de quitarse del ajedrez era preparándose concienzudamente para derrotar a sus contrincantes habituales y, una vez ganados todos y ya sin deseos de revancha, dejarlo definitivamente. Revisó los manuales, se preparó a conciencia, abandonó su estilo de juego caracterizado por «ataques románticos y audaces» y, finalmente, «pudo adormecer mi insaciable amor propio con la derrota, durante una semana, de mis hábiles y ladinos competidores. Demostrada, eventual o casualmente, mi superioridad, el diablillo del orgullo sonrió satisfecho. Y temeroso de reincidir, dime de baja en el Casino, no volviendo a mover un peón durante más de 25 años. Gracias a mi ardid psicológico emancipé mi modesto intelecto, secuestrado por tan rudas y estériles porfías, y pude consagrarle, plena y serenamente, al noble culto de la ciencia».