Hace unos días nos conmovíamos al leer la noticia del fallecimiento de Capitán, el perro que durante más de una década veló la tumba de su amo en la provincia de Córdoba, Argentina. En 2005, Miguel Guzmán regalaba a su hijo Damián este chucho mestizo, de pelaje oscuro, con algo de pastor alemán, y unos meses después fallecía de forma inesperada. A los pocos días, el can se escapaba de casa y desaparecía sin dejar rastro. Pasaron las semanas, los meses, y después de un año, lo acabaron dando por muerto. Hasta el día en el que la familia fue a visitar la tumba del padre y, durmiendo sobre ella, encontraba a su añorada mascota: «¡Capitán! ¡Capitán!», gritó el pequeño Damián. Su peludo amigo salió corriendo hacia él, gimiendo y ladrando, como si llorara de felicidad.

Pero después del emotivo reencuentro, el perro no quiso volver a casa. Prefirió quedarse allí, cerca de los restos de su dueño. Alguna vez los niños lo trasladaron al hogar, pero el cánido siempre lograba escaparse y regresar al cementerio por sus propios medios. Contaban los habituales del lugar que se pasaba el día deambulando entre los panteones, y que al atardecer, siempre buscaba la lápida de Miguel para acurrucarse sobre ella. Así durante más de diez años. Hasta que el pasado domingo, los cuidadores del cementerio notaron su ausencia. Después de mucho buscarlo, encontraron su cuerpo sin vida en los lavabos del recinto. Últimamente «se encontraba muy débil, tenía problemas de cadera y había perdido la visión casi por completo», asegura el veterinario de la Protectora de Animales que lo trataba. Sin embargo, eso no fue óbice para que, cada vez que el sol huía por el horizonte, él continuara demostrando que la fidelidad de los perros hacia los humanos a menudo traspasa las fronteras físicas de la vida y de la muerte.

Aún hoy, todos los que alguna vez se cruzaron con él por el cementerio cordobés continúan haciéndose la misma pregunta: ¿Cómo pudo encontrar Capitán la tumba de su dueño? Según la familia, el can no les acompañó ni en el funeral, ni durante el traslado de los restos de Miguel hasta el camposanto. ¿Cómo pudo entonces saber dónde se encontraba enterrado?

Ahora, los vecinos de la localidad argentina han pedido al Consistorio que levante una estatua en una plaza pública en honor a este fiel compañero. Probablemente, lo que le estoy relatando no le suene demasiado lejano, ya que a este lado del Atlántico, en nuestra Córdoba, tuvimos hace unas décadas un caso similar. Como sabe, me refiero a Moro, «el perro de los entierros» de Fernán Núñez.

Cuentan los veteranos del pueblo que cuando este chucho callejero se detenía delante de alguna casa, a las pocas horas se producía un fallecimiento en la misma. El caso de Moro era un poco distinto, porque él sí que acompañaba al cortejo fúnebre hasta llegar al cementerio, como si de un familiar más se tratara. Ya se puede imaginar que no todos los vecinos fernannuñenses se tomaron con agrado el extraño comportamiento del perro, al que algunos consideraban un portador de la fatalidad. Debido a esto, su leyenda asegura que murió a causa de la brutal paliza que le propinaron unos desalmados -también existen voces contrarias a esta teoría-. Sea como fuere, «el perro de los entierros» cuenta en la actualidad con una hermosa estatua en una de las principales plazas de Fernán Núñez. Si al otro lado del Atlántico se acaba construyendo otra para ‘Capitán’, probablemente se convertirá en un bonito nexo de unión entre dos ciudades previamente hermanadas. Dos, de las catorce que comparten el nombre de Córdoba alrededor del mundo.

(*) El autor es escritor y director de «Córdoba Misteriosa». Puede seguir su trabajo en www.josemanuelmorales.net.