Mi historia es un conglomerado de recuerdos en perfecto desorden. Hay poco a destacar, unas cuantas virtudes que no entiende la gente y los sueños. Encierren a los locos, pongan alas en las cárceles y entierren a los muertos. El viento precede el cortejo apocalíptico. Por los resquicios del aire una carcajada brutal como de hielo o fuego, muerte o vida se desangra. El humo asciende envolviendo los semáforos desde las catedrales y los arquitectos diseñan cárceles sobre los puentes. La virtud camina despacio y ha de estar continuamente renovándose. Es de cristal caído sobre el barro. No hablo de bondad, caridad o fe. Es de paz la virtud de que hablo. Y espero que los sueños me salven.

¿Mi vida? el desorden total, probaré a ordenarlo: embarqué cuando el sol en el otoño y tal vez por eso me lo creí casi todo o me sentí poeta.

Sin raíces, aquí, allí, en ningún sitio está mi casa. Yo he sido de todas partes, de ninguna. He visto desfilar las caras como reflejadas en el agua moviéndose ante mí sin consistencia, y he tenido que fijar la mirada para reconocerte entre la movilidad de rostros. Después, otro esfuerzo para olvidar y entregarte de nuevo a la corriente.

Me faltó desde siempre la virtud de los payasos pero aprendí a reír, Satán fue mi maestro. Y entended por diablo una belleza, una palabra vestida de negro. Satán mi maestro es sólo eso, una palabra muerta de luto y fuego. Aprendí a reír.

Las doctrinas desfilaron pronto ante mi risa y cuanto menos entendía más creía saber y más risa me daban los doctores del templo de la vida ¡Esta es la verdad! ¡No, la mía! Eso es mentira, aquello no. Aprendí que un poco de verdad es mucho y ellos pretendían tenerla toda. Indivisible, única, total y suya.

Toda la verdad envasada en un revoltijo de razonamientos filosóficos, mientras mi fe en la risa crecía a cada argumento científico, razonable, incontestable. Y esta es mi única verdad: creo en la risa, existe.

El llanto es otra cosa pero creo que, así como la risa puede ser de todos, colectiva, el llanto es propiedad privada de los muertos. El llanto... ¡escuchad!, esto me dijo el profeta de uno de los millares de templos: “La revolución no se hace llorando o riendo. La revolución se hace trabajando por el pueblo”.

Lo saben casi todos los profetas, pero aquel no sabía que trabajar con los hombres y mujeres del pueblo es reír y llorar junto a ellos.

En fin, esa es mi vida. Un revoltijo de recuerdos en perfecto desorden. Entre ellos recuerdo claramente y me acuso de ello que algunas veces obedecí por la fuerza, las más sin darme cuenta, las voces de los dioses, los héroes y los profetas. Eso y una fe cada día más grande en la risa, sobre todo cuando nos reímos de sus muertos, muertos, muertos.