Ahora que la peste bubónica está en boga gracias a una serie ambientada en la ciudad vecina, es buen momento para repasar los estragos que dicha epidemia causó en Córdoba. Fue llamada «muerte negra», porque uno de sus síntomas era el ennegrecimiento de la piel del afectado, y exterminó a la mitad de la población del viejo continente.

Arribó a Europa en el siglo XIII, a bordo de los barcos que retornaban de las Cruzadas. La portaban las ratas negras, que pronto desplazaron a las autóctonas, pero la ciencia médica no determinaría su origen hasta varios siglos después. Cuando se dieron los primeros casos, la enorme influencia de la Iglesia en la vida cotidiana llevó a considerarla un castigo divino por nuestra vida pecaminosa, así que los sacerdotes instaban a sus fieles a combatirla a base de oraciones. También se organizaban procesiones para aplacar la supuesta «ira divina», aunque luego se percataron de que las aglomeraciones facilitaban su propagación y las acabaron prohibiendo.

Llegó el Renacimiento y los profesionales médicos seguían perdidos. Se les ocurrió lanzar la hipótesis de que la peste se transmitía por el aire, que según los tratados de la época se había vuelto «demasiado rígido». Para intentar «romperlo» congregaban a la gente en las plazas para que aplaudiera e hiciera todo el ruido posible, a la vez que tocaban las campanas de la iglesia. Ensordecedor. También introducían en las casas un macho cabrío, creyendo que su insoportable hedor ahuyentaría al aire infectado, y se pedía a los vecinos rociar sus enseres con vinagre hasta tres veces al día para purificar el ambiente. Una fiesta para los sentidos.

Nuestra ciudad no se mantuvo ajena al drama vivido en el resto de Europa. El área más afectada de Córdoba fue la Axerquía, donde se concentraba la población más humilde, y por tanto, con más dificultades para acceder a la higiene. Sin embargo, también se dieron algunos casos en familias de alta alcurnia, ya que entonces contagiarse era considerado un síntoma de miseria, y algunos nobles pagaban a sus médicos para que mantuvieran su enfermedad en secreto. Ellos pensaban que así evitaban manchar su ilustre apellido, mas lo único que lograban era propagar la infección a todos sus parientes.

Las crónicas cordobesas relataban que los enterradores de la época no daban abasto ante tan vasta cifra de fallecidos, y en las casas particulares comenzaban a amontonarse. Era tal el grado de desesperación que en 1650 se formó la Hermandad del Socorro, un grupo de diez jóvenes que por iniciativa propia y sin recibir nada a cambio se encargaron de trasladar a los cuerpos sin vida de sus vecinos hasta la calle Capitulares, frente al actual Ayuntamiento, donde eran depositados en un poyete para ser identificados. Lamentablemente, la mayoría de esos héroes anónimos contrajeron la enfermedad y murieron, después de haber cargado sobre sus hombros con más de seis mil cadáveres.

(*) El autor es escritor y director de «Córdoba Misteriosa». Puede seguir su trabajo en www.josemanuelmorales.net