Cuando Ortega decía que había nacido «sobre las platinas de una imprenta» tenía toda la razón, porque en el momento de nacer (1883) su abuelo, Eduardo Gasset y Artime, era fundador-propietario de El Imparcial, el periódico de más tirada y más influyente de la España de finales de siglo, y luego Ministro de Ultramar; su tío, Rafael Gasset y Chinchilla, también periodista, llegó a ser ministro de Agricultura en siete ocasiones y ministro de Fomento; su padre, José Ortega Munilla, era director de El Imparcial, y su madre, Dolores Gasset, era la secretaria de Redacción… y además vivía en la misma casa, Plaza del Matute de Madrid, donde se imprimía el periódico y su dormitorio estaba justo encima de la rotativa donde se tiraba el periódico. O sea, que desde su más tierna infancia por sus sentidos no entraban otras cosas que el olor de la tinta, los ruidos de las máquinas y el tacto del papel de prensa.

Pero, por si no fuera poco, cuando tuvo uso de razón ya pudo conocer a los famosos que escribían en Los Lunes del Imparcial, el suplemento literario que llegó a ser la plataforma indispensable para alcanzar la fama literaria. Por aquella redacción pasaban con frecuencia la Condesa de Pardo Bazán, Leopoldo Alas (‘Clarín’), Campoamor, Unamuno, Jacinto Benavente, José Martínez Ruíz (‘Azorín’), Pérez de Ayala, Juan Valera, Mariano de Cavia, Baroja, Ramiro de Maeztu y muchos más.

Pero los Gasset se codeaban con los grandes políticos del momento, desde el General Prim a Canalejas, pasando por Cánovas del Castillo, Sagasta, Silvela, Moret, Dato, el Conde de Romanones… e incluso con los Reyes Amadeo de Saboya, Alfonso XII, la Reina María Cristina y Alfonso XIII. O sea, que ‘el niño de los Gasset’ tuvo sus raíces en lo mejor de las letras y la política. Pero, no conformes con eso, los padres le mandan a los mejores colegios para que su formación fuese la mejor, que en aquellos momentos eran El Palo de Málaga y Deusto en Bilbao, ambos de los Jesuitas.

En 1902, a los 19 años se licencia en Filosofía, a los 21 ya es doctor y sólo piensa en ser catedrático. Pero no contento con la formación que ya tiene se pasa dos años (1905-1907), ampliando estudios en Alemania, cuna de la mejor filosofía: Kant, Nietzsche, Shopenhauer o Kierkegaard.

A su vuelta, naturalmente, ganó por oposición y por unanimidad del Tribunal la Cátedra de Filosofía de la Universidad Central. Tenía 27 años. Y aunque sólo había publicado algunos artículos en el periódico de la familia (su primer artículo, El poeta del misterio, lo publicó el 14 de marzo de 1906) su fama era ya notoria entre la intelectualidad madrileña.

Pero sería en 1914, justo al entrar en la Etapa de gestación, según su propio Método de las Generaciones, cuando dio el pistoletazo de salida de una carrera que le llevaría a ser ‘El Filósofo’ por excelencia. Sucedió el 23 de marzo en el teatro de La Comedia de Madrid. Aquel día pronunció la conferencia Vieja y nueva política que promovió un verdadero terremoto político. Vivía España una de las «etapas tristes» (así la llamó Pío Baroja) de las muchas que vivió España en los comienzos del siglo XX. Porque del turno de los partidos, acordado por Cánovas y Sagasta, ya no quedaba nada más que corrupción, componendas, navajazos de unos y de otros y Gobiernos que apenas duraban unos meses. Era lo que habían dejado el Desastre del 98, la semana trágica de Barcelona y las guerras de Marruecos.

Y en ese ambiente es en el que Ortega da el aldabonazo. «Vengo a hablaros -diría al comienzo-- en nombre de la Liga de Educación Política española, una Asociación hace poco nacida, compuesta de hombres que, como yo y buena parte de los que me escuchéis, se hallan en medio del camino de su vida (él tenía 31 años). Pertenezco a una generación, acaso la primera, que no ha negociado nunca con los tópicos del patriotismo y que al escuchar la palabra España no recuerda a Calderón ni a Lepanto, ni piensa en las victorias de la Cruz, ni suscita la imagen de un cielo azul y bajo él un esplendor, sino que meramente siente, y esto que siente es dolor». «Quisiera gritar lo menos posible. Decía Leonardo de Vinci que ‘dove si grida non è vera scienza’, donde se grita no hay buen conocimiento. La Liga de Educación Política se propone mover mi poco de guerra a esas políticas tejidas exclusivamente de alaridos, y por eso, aun cuando cree que sólo hay política donde intervienen las grandes masas sociales, que sólo para ellas, con ellas y por ellas existe toda política, comienza dirigiéndose primero a aquellas minorías que gozan en la actual organización de la sociedad del privilegio de ser más cultas, más reflexivas, más responsables, y a éstas pide su colaboración para inmediatamente transmitir su entusiasmo, sus pensamientos, su solicitud, su coraje, sobre esas pobres grandes muchedumbres dolientes.

Al hablaros, frente a la vieja, de una nueva política, no aspiro, por consiguiente, a inventar ningún nuevo mundo. Acercándose a la política es cuestión de honradez para el ideólogo torcer el cuello a sus pretensiones de pensador original. Un principio, nuevo como idea, no puede mover a las gentes. Nueva política es nueva declaración y voluntad de pensamientos, que, más o menos claros, se encuentran ya viviendo en las conciencias de nuestros ciudadanos.

Decía genialmente Fichte que el secreto de la política de Napoleón, y en general el secreto de toda política, consiste simplemente en esto: declarar lo que es, donde por lo que es entendía aquella realidad de subsuelo que viene a constituir en cada época, en cada instante, la opinión verdadera e íntima de una parte de la sociedad.

Todos habréis experimentado hasta qué punto es difícil saber cuáles son nuestras verdaderas, íntimas, decisivas opiniones sobre la mayor parte de las cosas: hablamos de ellas, opinamos sobre ellas, porque el trato o la utilidad nos obligan a decir algo, a tomar alguna posición. Pero bien notamos que algo en nosotros se resiste a reconocer en esas opiniones emitidas por nuestros labios nuestras verdaderas opiniones: no daríamos por ellas ni una sola hora de sueño. Y no es que mintamos: esto supondría que decimos una cosa y pensamos claramente otra. Lo único de que sinceramente nos percatamos es de que allá el fondo oscuro e íntimo de nuestra personalidad no se siente ligado integralmente a esas opiniones que dicen nuestros labios o que hace como que piensa nuestra mente; no son opiniones sentidas; no son, por tanto, nuestras opiniones. Son los tópicos recibidos y ambientes, son las fórmulas de uso mostrenco que flotan en el aire público y que se van depositando sobre el haz de nuestra personalidad como una costra de opiniones muertas y sin dinamismo.

La política es tanto como obra de pensamiento obra de voluntad; no basta con que unas ideas pasen galopando por unas cabezas; es menester que socialmente se realicen, y para ello que se pongan resueltamente a su servicio las energías más decididas de anchos grupos sociales.»

Naturalmente, habrá que seguir hablando de esta Conferencia, por la trascendencia política que tuvo.