No se me ocurre mejor día que hoy, en plena festividad de las Cruces de Mayo, para rescatar del olvido el origen mitológico de esta popular celebración. Según recogía el dominico Santiago de la Vorágine en su célebre Legenda aurea, uno de los libros más notorios de la Edad Media, podría remontarse nada menos que al año 326, cuando la emperatriz Helena de Constantinopla viajó hasta Jerusalén con el propósito de encontrar la tumba de Jesús de Nazaret.

Durante su búsqueda en Tierra Santa, la anciana emperatriz -ya por entonces octogenaria- escuchó hablar sobre la cruz donde el nazareno exhaló su último suspiro, y no dudó en enfocarse en localizar este elemento de tortura, pensando que si había estado en contacto con el Mesías, habría quedado impregnada de algún tipo de propiedad mágica. Tras interrogar a los rabinos más vetustos de la ciudad sagrada, pronto fue dirigida hacia una zona situada en el exterior de las murallas de Jerusalén, conocida como el Gólgota -palabra aramea que significa «calavera»-. Allí encontró un grandioso templo dedicado a la diosa Venus, erigido por el emperador Adriano, y lo ordenó derribar.

Fue entonces cuando se materializó el prodigio: para asombro de la emperatriz y de su cortejo, entre la inmensa polvareda levantada por la demolición surgieron tres cruces de la nada. Helena no dudó que una de ellas sería la de Jesús, y las otras dos, las de los ladrones que fueron crucificados junto a él; pero no tenía forma de averiguar cuál de ellas era la verdadera. O quizás sí. Asegura la leyenda que justo en ese momento pasaba por allí un oportuno cortejo fúnebre que la anciana mandó detener. Después, sus hombres tomaron el cadáver en brazos y lo depositaron sobre la primera cruz. No ocurrió nada. Luego, repitieron en la segunda. Tampoco. Y finalmente, insistieron con la tercera. De súbito, ante la estupefacción de los presentes, el fallecido abrió los ojos y se levantó.

Después de este milagroso suceso, la emperatriz ordenó construir en ese mismo lugar un templo, la Basílica del Santo Sepulcro, donde se custodiaría la Verdadera Cruz de Cristo -que pasaría a ser conocida con el apócope «Vera Cruz»-. Y antes de morir, rogó a sus seguidores que a partir de entonces, cada 3 de mayo celebraran la conmemoración del día en el que se produjo el increíble hallazgo.

Tras la caída del Imperio romano la fiesta perdió su apogeo, para recuperarlo en nuestro país a partir del siglo XVII. En Córdoba, el primer concurso organizado por el Consistorio se celebró en 1953, en tiempos de Antonio Cruz Conde. A partir de los setenta, las cofradías de Semana Santa tomaron especial protagonismo, convirtiéndose junto a las asociaciones de vecinos en los principales integrantes de este evento. Pero volvamos a la historia. La reliquia permaneció en el Santo Sepulcro de Jersualén casi tres siglos, hasta que el emperador persa Cosroes II tomara Jerusalén y la robara. Desde ese momento, las guerras entre los cristianos y sus enemigos se suceden, dando comienzo una frenética sucesión de pérdidas y recuperaciones por parte de uno y otro bando. Quizás, el momento más épico de esta aventura se produce cuando Saladino, uno de los grandes gobernantes del mundo islámico del siglo XII, se la arrebata a los templarios, guardianes de la reliquia por aquel entonces.

Nadie sabrá nunca si Jesús de Nazaret tuvo realmente alguna relación con los maderos que hoy en día son considerados como parte la Vera Cruz. En la actualidad se encuentran divididos en innumerables astillas, repartidas por todo el mundo cristiano. Las hay de olivo, de ciprés, de roble, etc. Dicen que si se juntaran todos esos trozos se podría construir un barco, poniendo de manifiesto que gran cantidad de ellas son meras falsificaciones medievales.

Pero eso poco importa. Como bien saben tanto mis lectores como los asistentes a mis conferencias, siempre reitero que reliquias como la Sábana Santa, la lanza de Longinos o el considerado Santo Grial, no poseen ningún tipo de propiedad mágica. Ahora, de lo que no me cabe la menor duda es de su importancia como símbolo de poder, en la Edad Media e incluso en nuestros días. Y si no me creen, analicen lo que ocurrió en León en 2014, cuando numerosos medios de comunicación dieron por buena la hipótesis de que la Copa de la Última Cena se encontraba en la Colegiata de San Isidoro de dicha capital. El impacto económico en la ciudad castellanoleonesa fue brutal, y ahora, que la teoría está más en entredicho que nunca, todavía se siguen notando sus efectos. ¿Alguna vez disfrutaremos en Córdoba de un golpe de suerte como éste? Toquemos madera.

(*) El autor es escritor y director de «Córdoba Misteriosa». Puede seguir su trabajo en www.josemanuelmorales.net