Es una pena tener que resumir en una página de periódico todos los estudios y descubrimientos relacionados con el cerebro y con el funcionamiento del sistema nervioso humano, las aportaciones en el descubrimiento de la visión (Ramón y Cajal descubrió la relación entre los ojos y el cerebro) o sus estudios sobre el fonógrafo, sobre la cámara fotográfica (uno de sus inventos se lo compró la famosa empresa americana Kodak y gracias a lo que él descubrió pudieron triunfar en el mundo las cámaras que llevan la marca americana) o sus aportaciones salvadoras contra el cólera o sus ensayos sobres el hipnotismo y en torno a la psicología humana… Como también es una pena no poder hablar extensamente de su gran producción literaria y en especial de sus Cuentos de vacaciones (una serie de doce relatos de divulgación científica que hoy pasarían por ser de ciencia ficción), los cuales no quiso publicar en vida y que solo vieron la luz algo más de setenta años después. A pesar de la limitación de espacio no me resisto a reproducir la síntesis de dos de ellos que hace el biógrafo Antonio Calvo Roy en su obra Cajal. Triunfar a toda costa:

«La segunda historia, El fabricante de honradez, trata de un sugestionador capaz de cambiar las costumbres de un pueblo y convertir en alegres a los tristes y en honrados a los delincuentes. Inventa después un licor que atenúa las pasiones y hace que todo el mundo sea bueno. Finalmente, la sociedad prefiere ser sugestionada sin darse cuenta por los políticos que de golpe con un licor».

«El tercero cuenta la historia de un hombre capaz de levantar un próspero negocio donde antes solo había miasmas, por el procedimiento de desecar una laguna. La casa maldita es la historia del triunfo del conocimiento sobre la ignorancia, del progreso que trae consigo la ciencia. El protagonista, con ciertas semejanzas con Cajal, es un investigador romántico cuya ciencia le permite prosperidad y que acaba, a golpe de microscopio, con las falsas creencias en torno a una laguna y sus efectos sobre el ganado».

Y resumo su vida y su obra porque no se puede hablar de Santiago Ramón y Cajal sin recordar el Premio Nobel de Medicina que recibió en el año 1906. Un premio que estuvo precedido en 1905 por la Medalla de Oro que recibió desde Alemania. Pero dejemos que sea el propio genio quien cuente lo que vivió al recibir aquellos prestigiosos galardones:

«En febrero de 1905 recibí gratísima nueva. En recompensa de mis modestos trabajos científicos, una de las corporaciones científicas más prestigiosas del mundo, la Real Academia de Ciencias de Berlín, por acuerdo tomado a finales de 1904, tuvo la bondad de adjudicarme la medalla de oro de Helmholtz…»

Y sobre el Nobel escribió en su Historia de mi labor científica:

«Si la medalla de Helmholtz, galardón puramente honorífico, causome halagüeña impresión, el premio Nobel, tan universalmente conocido como generalmente codiciado, prodújome un sentimiento de contrariedad y casi de pavor. Tentado estuve de rechazar el premio por inmerecido, antirreglamentario, y, sobre todo, por peligrosísimo para mi salud física y mental. Interpretando a la letra el Reglamento de la Institución Nobel, parecía imposible otorgarlo por la Sección de Medicina y Fisiología a los histólogos, embriólogos y naturalistas. Por eso, hasta entonces habíanse solamente adjudicado a bacteriólogos, patólogos y fisiólogos….»

«Ante la perspectiva de felicitaciones, mensajes, homenajes, banquetes y demás sobaduras tan honrosas como molestas, hice los primeros días heroicos esfuerzos por ocultar el suceso. Vanas fueron mis cautelas. Poco después, la prensa vocinglera lo divulgó a los cuatro vientos. Y no hubo más remedio que subirse en peana y convertirse en foco de las miradas de todos…»

«Metódica e inexorablemente se desarrolló el temido programa de agasajos: Telegramas de felicitación; cartas y mensajes congratulatorios; homenajes de alumnos y profesores; diplomas conmemorativos; nombramientos honoríficos de Corporaciones científicas y literarias; calles bautizadas con mi nombre en ciudades y hasta en villorrios; chocolates, anisetes y otras pócimas, dudosamente higiénicas, rotuladas con mi apellido; ofertas de pingüe participación en empresas arriesgadas o quiméricas; demanda apremiante de pensamientos para álbumes y colecciones de autógrafos; petición de destinos y sinecuras...; de todo hubo y a todo debí resignarme, agradeciéndolo y deplorándolo a un tiempo, con la sonrisa en los labios y la tristeza en el alma. En resolución, cuatro largos meses gastados en contestar a felicitaciones, apretar manos amigas o indiferentes, hilvanar brindis vulgares, convalecer de indigestiones y hacer muecas de simulada satisfacción. ¡Y pensar que yo, para garantizar la paz del espíritu y huir de toda posible popularidad, escogí deliberadamente la más obscura, recóndita y antipopular de las ciencias!...»

«¿Cómo tomarán —me decía— mis contradictores extranjeros los dones de mi buena estrella? ¿Qué dirán de mí todos esos sabios cuyos errores tuve la desgracia de poner en evidencia? ¿Cómo justificar a los ojos de tantos preclaros investigadores pretéritos, cuyos superiores merecimientos me complazco en reconocer, las preferencias del Instituto Carolino?»

«En fin, y volviendo los ojos a nuestra querida España, ¿qué haría yo para consolar a ciertos profesores —algunos paisanos míos—, para quienes fui siempre una medianía pretenciosa, cuando no un mentecato trabajador? Porque —¡doloroso es reconocerlo!— los mayores enemigos de los españoles son los españoles mismos…». Así se expresó el científico español.

Pero aquel ministro de Educación que se había referido a él como ‘ese loco que trabaja con bichitos’ llegaría a ser presidente del Gobierno de España.

¡Así es España!