En 1920, cuando la «casta política» vive entre la corrupción y el «navajeo» de los partidos (‘Azorín’), España se deshace y toca fondo, el Rey y la Monarquía no saben dónde van y el horizonte se viste de negro, Ortega comienza a publicar en El Sol una serie de artículos que dos años después (1922) serían reunidos en un libro que llevaría por título España invertebrada. ¿Y qué era la España invertebrada? Ante todo, una radiografía del ser de España, una visión panorámica de la realidad que reflejaba la razón y sinrazón del centralismo y los nacionalismos de la periferia que se enfrentaban y luchaban por la independencia, con Cataluña y Vasconia al frente.

Y Ortega lo ve claro: España está invertebrada… o hablamos claro y ponemos remedio o lo que ha costado siglos en construirse se hundirá como se hunde un edificio carcomido por las polillas. O rehacemos España o no habrá España… y la actual Constitución (1876) ya no nos vale. Castilla ha dejado de ser el motor y la periferia busca otros caminos.

Los nacionalismos vasco y catalán habían ya cimentado su doctrina y su acción política partidaria: la doctrina «alocada» de Sabino Arana que enunció en los últimos años del siglo anterior y las bases de «la nacionalidad catalana» que emite Prat de la Riva en 1906.

Ortega tiene todo eso en cuenta cuando inicia su radiografía y no plantea una crisis de la personalidad o del espíritu nacional, que hiciera Ganivet, ni un problema derivado de los vicios del sistema político y social de la Restauración, como denunciara Costa, ni tampoco la forma de Estado (¿Monarquía o República?), como planteará Azaña. Para el ‘Filósofo’ el problema de España es algo más: es la crisis histórica del proyecto que forjó la Nación española, es «la desarticulación del proyecto subjetivo de la vida en común». Ya en 1910 había señalado que el problema de España era político, aunque su alcance era mayor, porque «era la propia España el problema primero de cualquier política» y afianza su idea al señalar que «la España del siglo XX es una España invertebrada». «España fue una espada -dice- cuyo puño estaba en Castilla y la punta en las periferias». Para Ortega, el proyecto nacional español era castellano, («España es una cosa hecha por Castilla») y cuando Castilla se encerró en sí misma comenzó el proceso de desintegración, que avanzó en riguroso orden desde la periferia al centro a partir del desastre de 1898, cuando ya se empieza a hablar de «regionalismos, nacionalismos, rupturas y separatismos».

Para el ‘Filósofo’ «la unidad política» no debe ser ni el municipio ni la provincia, sino «la gran comarca o región» y adelanta una nueva división territorial. «Organicemos España -dice- en diez grandes comarcas: Galicia, Asturias, Castilla la Vieja, País Vasconavarro, Aragón, Cataluña, Levante, Andalucía, Extremadura y Castilla la Nueva». Y que «cada comarca, cada región, se gobierne a sí misma», «que sea autónoma en todo lo que afecta a su vida particular», más aún, «en todo lo que no sea estrictamente nacional», la soberanía, la educación, el ejército, la política exterior, la sanidad o la moneda única. Estas comarcas estarán regidas por «una Asamblea comarcal de carácter legislativo y fiscal y por un gobierno de la región emanado de aquella con número bastante de diputados», de forma que sean de su competencia temas de «lucha y organización política los asuntos mismos que habitan de sólito en la preocupación del español medio». Se trata, en suma, de dinamizar las partes para recuperar el todo» (F. Trillo).

«No creo que sea completamente inútil para contribuir a la solución de los problemas políticos distanciarse de ellos por algunos momentos, situándolos en una perspectiva histórica. En esta virtual lejanía parecen los hechos esclarecerse por sí mismos y adoptar espontáneamente la postura en que mejor se revela su profunda realidad. En este ensayo de ensayo, es, pues, el tema histórico y no político. Los juicios sobre grupos y tendencias de la actualidad española que en él van insertos no han de tomarse como actitudes de un combatiente. Intentan más bien expresar mansas contemplaciones del hecho nacional, dirigidas por una aspiración puramente teórica y, en consecuencia, inofensiva».

Sigue Ortega: «Uno de los fenómenos más característicos de la vida política española en los últimos veinte años ha sido la aparición de regionalismos, nacionalismos y separatismos; esto es, movimientos de secesión étnica y territorial. ¿Son muchos los españoles que hayan llegado a hacerse cargo de cuál es la verdadera realidad histórica de tales movimientos? Me temo que no.

Para la mayor parte de la gente el ‘nacionalismo’ catalán y vasco es un movimiento artificioso que, extraído de la nada, sin causa ni motivos profundos, empieza de pronto unos cuantos años hace. Según esta manera de pensar, Cataluña y Vasconia no eran antes de ese movimiento unidades sociales distintas de Castilla o Andalucía. Era España una masa homogénea, sin discontinuidades cualitativas, sin confines interiores de unas partes con otras. Hablar ahora de regiones, de pueblos diferentes, de Cataluña, de Euzkadi, es cortar con un cuchillo una masa homogénea y tajar cuerpos distintos en lo que era un compacto volumen».

«Más de una vez me he entretenido imaginando qué habría acontecido si, en lugar de hombres de Castilla, hubieran sido encargados, mil años hace, los catalanes y vascos, de forjar esta enorme cosa que llamamos España. Yo sospecho que, aplicando sus métodos y dando con sus testas en el yunque, lejos de arribar a la España una, habrían dejado la Península convertida en una pululación de mil cantones. Pocas cosas hay tan significativas del estado actual como oír a vascos y catalanes sostener que son ellos pueblos ‘oprimidos’ por el resto de España. La situación privilegiada que gozan es tan evidente que, a primera vista, esa queja hará de parecer grotesca… y ese es un síntoma verídico del estado subjetivo en que se hallan Cataluña y Vasconia y por ello Bilbao y Barcelona se sienten como las fuerzas económicas mayores en la Península y han hecho que el ‘particularismo’ cobre un cariz agresivo, expreso y de amplia musculatura retórica.

El propósito de este ensayo es corregir la desviación en la puntería del pensamiento político al uso, que busca el mal radical del catalanismo y el bizcaitarrismo en Cataluña y en Vizcaya, cuando no es allí donde se encuentra. ¿Dónde, pues? Para mí esto no ofrece duda: cuando una sociedad se consume víctima del particularismo, puede siempre afirmarse que el primero en mostrarse particularista fue precisamente el Poder central. Y esto es lo que ha pasado en España. Castilla ha hecho a España y Castilla la ha deshecho».

¡Ay!, pero pocos, o muy pocos, o nadie escuchó al ‘Filósofo’ y tan sólo un año después el capitán general de Cataluña, Miguel Primo de Rivera, gritó: «¡Basta ya!» e impuso la Dictadura con el beneplácito de Su Majestad el Rey Alfonso XIII, el Ejército y la burguesía (la primera, la catalana).

(En el artículo de la semana pasada, en la entradilla del texto, se hacía referencia por error a la Constitución de 1976 cuando en realidad debía decir 1876).