E cuarto centenario del nacimiento de Murillo (1617-2017) -que se dilata entre el pasado y presente año- se reviste con auras grandilocuentes en la ciudad hispalense. Con multitud de escenarios y enfoques para disfrutar del maestro andaluz: catedral y su casa del pintor; museos, itinerarios en el callejero; exposiciones en conventos; conferencias y congresos de postín. Sobran los motivos de tal estipendio para profundizar en este pintor universal. Bartolomé Esteban Murillo (1617-1682) es ante todo sevillano, y por ende, un extraordinario referente de su tiempo y ciudad. Sus grandezas deben calibrarse muy especialmente desde su ámbito natural. Su permanencia en su lugar natal, apenas interrumpido (Madrid, 1658), constituye una singularidad a tener en cuenta que le distingue de otros colosos de la pintura. Además, su periplo vital es discreto. En este caso no existen extravagancias ni reclamos estrafalarios; Batolomé no se mueve en los parámetros de las excentricidades vitales, desmesuras o estrecheces de otros pintores. La normalidad de su vida y oficio es lo que le caracteriza: trabajo diario y serenidad de espíritu; religiosidad y cumplimiento profesional. De la simple cotidianidad a la Gloria. Grande sencillamente por su pintura, y solo por su pintura. Pintor, y nada menos que Pintor (con mayúscula). Bien es verdad que tuvo vida amable y acomodaticia sin estrecheces ni grandilocuencias (hijo de un cirujano barbero), sin faltarle apetencias mundanas sin desmesuras altisonantes (buen comer, rentas, propiedades, etc.).

En el ámbito profesional Murillo es un pintor de oficio. Aprende desde pequeño en un taller local, ascendiendo con elevadas capacidades hasta emerger su talento artístico y genialidad. Supo leer como nadie el ambiente de su tiempo: esa Sevilla que arrastra la prestancia metropolitana del Quinientos, patricia y altiva como puerta de las Américas, que declina en la centuria de hierro (XVII) con graves crisis demográficas, epidemias y debacle económica. El Barroco en términos culturales. El maestro pinta lo que ve y capta muy bien lo que siente la población, impregnando su pintura de una realidad sin velo alguno de impostación: religión poderosa (cultos, dogmas…), pobreza, tipologías humanas (niños, viejos, niñas virginales…), etc. Le gusta y ama lo que pinta (gente de calle), y no precisa edulcorar nada con afeites de artificio. Su mirada es prodigiosa en la interpretación de la realidad física y espiritual; completamente notarial. Resulta sin embargo curioso que ante esa panoplia declinante y traslúcida de miseria siempre trasmite serenidad y quietud; afección y candor, aún en temas funestos (Niño expurgándose..) o joviales (Niños comiendo melón). Supo elevar sin duda la pesadumbre del ambiente a la categoría de dignidad y humanidad a través de sus pinceles.

La pintura de Murillo no es para nada mediocre. Se trata de un maestro genial. La ciudad portuaria le deja la impronta de tipos y escenarios, el trasunto de coleccionistas y estampas de los pintores europeos (Van Dick, Rubens…); clientes y patronazgos que impulsan su actividad, a través de conventos, aristocracia y burguesía comercial. El arte del pincel lo absorbe de los talentos locales (Zurbarán, Herrera el Viejo, Juan del Castillo, Velázquez, Ribera…), que le proyectan hacia la portentosa pintura de los gigantes italianos (Caravaggio…) y maestros europeos de su era; tampoco le faltó el interés por la antigüedad clásica (coleccionismo numismático) ni la mirada hacia ese mundo plagado de sugerencias. La fugaz visita a Madrid (donde conoce las colecciones reales) dejó su impronta, pero quizás Velázquez no tuvo mucho interés en mantener a su tocayo en la Corte. El rasgo de mayor fuste de Murillo se encuentra en la sensualidad de su obra. Como decía Mattoni (1982), es una pintura que se siente más que otra cosa, y resulta elocuente que está sembrada de afectividad, candor y sencillez. El artista cala hondo en los personajes con una mirada pura y benefactora de bondades; humaniza los temas religiosos como nadie, proyectándonos una mirada cotidiana de la divinidad (La Sagrada Familia, San Juan Bautista y el cordero…), acercando al vulgo temas y dogmas canónicos de la Iglesia. No busca para nada el intelectualismo de otros pintores (como Velázquez) haciendo lecturas enrevesadas ni difíciles. Sabe bien quienes son sus receptores. Por ello mismo llega como nadie al público: es el más afamado y vendedor de cuadros de tiempo; el más solicitado y comprendido. Sus facultades son extraordinarias, y la evolución de la paleta en secuencias cronológicas hacen patente su magisterio barroco. El naturalismo elevado a su máxima expresión. La Academia que funda en 1858, después de su visita a la Corte, consagra esa evolución, si bien en todo caso deja desde muy tempranamente la impronta de una genialidad que aborda -en toda su dimensión- los problemas de la luz y el color (con especificidades cromáticas relevantes), escudriñando los claroscuros con habilidosos contrastes y problemas de su era. También un buen dibujante, aunque a menudo se le haya negado de su dominio. Su excelencia, sobra decirlo, se encuentra en la consecución de esas inmaculadas que han dejado huella en el imaginario popular. Qué síntesis más perfecta entre las apetencias del momento, las calidades pictóricas del croma y el aquilatamiento canónico del tema (definido con anterioridad). Respuesta cabal para impregnar el imaginario popular -como decían los predicadores seiscentistas- con una bellísima aurora toda de oro. En fin, Sevilla nos regala una vez más una oportunidad de oro para deleitarnos con el maestro: un pintor excepcional de nuestra historia.

(*) Doctor por la Universidad de Salamanca.