Desde el origen de los tiempos, el ser humano ha mirado al cielo con fascinación. La inmensidad de la bóveda celeste, unida a los numerosos enigmas que oculta, hacen que este manto azul que nos envuelve haya seducido y aterrado a todas las culturas por igual. En el Antiguo Egipto, los sumos sacerdotes aprovechaban los eclipses solares para atemorizar al pueblo, explicando dicho fenómeno como un castigo de los dioses por sus pecados.

El astro rey ha jugado un papel fundamental en todas las religiones, y son muchos los santuarios que se han construido en un enclave preciso o con una orientación concreta en relación al movimiento del sol. Un claro ejemplo lo encontramos en la provincia de Córdoba, entre Castro del Río y Baena, en el yacimiento arqueológico de Torreparedones. Un complejo religioso cuya ubicación estratégica permite observar en el horizonte ciertos picachos que coinciden con momentos especiales de la salida del sol a lo largo del año. Lo que significa que nuestros antepasados utilizaron dichas montañas como calendario.

Aunque posee espacios sumamente llamativos, como el foro romano -con sus descabezadas esculturas y su busto del emperador Claudio-, la Puerta Oriental o la torre del homenaje del castillo del siglo XIII, el lugar más importante del yacimiento es sin duda el santuario íbero-romano, donde nuestros antepasados rendían culto a un pilar de unos tres metros en cuyo interior pensaban que moraba su divinidad. En el techo de la celda que lo protegía se abría un agujero perfectamente medido, de manera que durante el solsticio de invierno, un halo de luz solar se colaba por el lucernario e incidía sobre el capitel de la columna sagrada; mientras que en los siguientes días del año, la zona iluminada iba descendiendo progresivamente hasta alcanzar la base de la misma en el solsticio de verano.

Este efecto lumínico era aprovechado por los sacerdotes que dirigían los cultos para impresionar a los fieles, ayudándose además de ciertos perfumes para crear el ambiente de religiosidad y misticismo que necesitaban en sus rituales.

Este juego de luces de gran precisión, conocido como «milagro de la luz», sólo era posible gracias a una perfecta alineación del templo con el eje norte-sur. En nuestros días el fenómeno ha sido recreado, por lo que el visitante del parque arqueológico podrá disfrutarlo gran parte del año. Si lo hace, no olvide que sus constructores lograron este efecto hacia el siglo II a.C. Una vez más, los conocimientos astronómicos y matemáticos de las civilizaciones antiguas nos dejan sin palabras.

(*) El autor es escritor y director de ‘Córdoba Misteriosa’. Puede seguir su trabajo en www.josemanuelmorales.net