Dormir, recuperar el sueño perdido, y llevar a mi esposa en unas bonitas vacaciones. Y me ha dejado claro que más vale que sean bonitas». Hace unos días el 44° presidente de Estados Unidos planteaba así en una entrevista sus planes inmediatos a partir del 21 de enero, el primer día completo en que ya será el expresidente y Michelle Obama, la exprimera dama. Pero ese reposo, el «estar tranquilo por un tiempo» del que el mandatario demócrata hablaba en la entrevista, el «volver a conectar con tu centro y procesar lo que ha pasado antes de tomar un puñado de decisiones buenas», se puede anticipar como el descanso del guerrero.

Casa en kalorama

Los Obama van a hacer lo que ninguna otra familia presidencial desde la de Woodrow Wilson en 1921 y se quedan en Washington. Literalmente. Mientras esperan a que su hija menor, Sasha, de 15 años, termine los estudios en el instituto privado cuáquero Sidwell Friends (donde se graduó el pasado verano su hermana Malia y por el que han pasado otros adolescentes de apellidos presidenciales como Roosevelt, Nixon o Clinton) han alquilado una casa en el barrio de Kalorama, en el noroeste de la capital, 761 metros cuadrados con nueve habitaciones y ocho baños y medio a los que adaptarse tras la vida en una mansión de 132 cuartos.

No estará con ellos Malia, que disfruta de un año puente antes de empezar en otoño los estudios en Harvard, la misma universidad por la que pasaron sus padres. Tampoco se mudará Marian Robinson, la abuela materna de las niñas, que ha residido los últimos ocho años con la primera familia en la Casa Blanca. Pero habrá ecos de su tiempo en el 1600 de Pensilvania Avenue, incluyendo la protección de agentes del servicio secreto de la que disfrutarán de por vida (aunque en 1994 se limitó por ley el periodo de protección a solo una década, Obama reinstauró la condición vitalicia en el 2013).

193.729 euros anuales

Los Obama se quedan en Washington también para trabajar. Aunque la sede de la Fundación Obama se mantiene en Chicago -la ciudad donde conservan la casa, en el barrio de Kenwood, en la que vivieron antes de convertirse en la primera familia de EEUU y donde se construirá el museo y biblioteca Obama Center-, el presidente ha alquilado una oficina en un edificio del World Wild Fund en la calle 24, a medio camino entre su nueva residencia y la que están a punto de abandonar.

El gasto de ese espacio correrá a cuenta del Gobierno federal, que más allá de la pensión anual de 205.000 dólares (193.729 euros) que recibirá Obama, recoge en sus presupuestos una partida para otros gastos de los expresidentes, desde oficinas hasta atención médica, viajes o teléfono. En el año fiscal 2015, por ejemplo, al predecesor de Obama, George W. Bush, las arcas públicas le costearon gastos por cerca de 800.000 dólares.

Más allá de adaptarse a sus nuevos espacios físicos, los Obama tendrán también que amoldarse a sus nuevos papeles. Y ambos han dado señales de estar dispuestos a vivir no solo de los lucrativos contratos que se les auguran (se estima que las ofertas para libros podrían moverse entre los 20 y los 45 millones de dólares, así como de cientos de miles de dólares por cada discurso), y van a continuar trabajando por un legado que el viraje político dictado por las urnas el pasado 8 de noviembre pone en peligro.

Pese al respeto formal mostrado por Donald Trump en la transición (aunque ha habido públicas tensiones y críticas vertidas por el presidente electo en Twitter), Obama ha anunciado que romperá su silencio frente al hombre que le sucederá en el cargo «si hay temas que tienen menos que ver con los asuntos específicos de una propuesta o batalla legislativa o van a cuestiones nucleares sobre nuestros valores e ideales y si creo que es necesario o ayuda que yo defienda esos ideales». Y en un paso inusual (pero no sin precedentes) entre presidentes recientes se ha involucrado ya en un esfuerzo político organizado por los demócratas para redibujar los distritos electorales en los próximos años intentando recuperar terreno perdido ante los rediseños que han podido hacer los republicanos.

Justicia racial

Tanto en su agenda como en la de Michelle Obama aparecen además como prioridades empeños que han puesto en marcha en sus años en la Casa Blanca. Y en muchos de ellos late un compromiso con la igualdad y la justicia racial que siempre ha estado latente en sus acciones pero, para descontento de algunos activistas negros, quizá demasiado latente y no suficientemente verbalizado. El presidente, por ejemplo, va a mantener el foco en My Brother’s Keeper, una iniciativa emprendida en colaboración con el sector privado para ayudar a jóvenes negros. Y la primera dama, que ha aprovechado su papel para fomentar la lucha contra la obesidad, por la comida sana o para potenciar la educación, entrando de lleno en terrenos donde los más desfavorecidos en EEUU son minorías, ha anunciado su compromiso después del 20 de enero con programas como Let’s girls learn, un esfuerzo internacional centrado en el acceso de niñas a la educación, o la Alianza para una América más sana.

Recuerdos de familia

En la Casa Blanca que traspasan a los Trump quedarán los recuerdos de una familia que se ha esforzado por ser, pese a las circunstancias, precisamente eso, una familia, marcándose como meta cenar juntos cinco días por semana, religiosamente a las 18.30 horas, sin perderse una reunión de padres de alumnos, con el presidente dedicando tiempo a entrenar el equipo de baloncesto escolar o a leer las siete entregas de Harry Potter con Malia.

Quedarán los recuerdos de un mandatario que ha apostado por la diversidad en su personal (el periodista y escritor Ta-Nehisi Coates, en una visita reciente, conoció a una recepcionista sorda, una mujer negra de la oficina de prensa, una musulmana con pañuelo en la cabeza del Consejo de Seguridad Nacional y a una iraní-estadounidense que es una de las asistentes personales del presidente). Y sus paredes guardarán los ecos de conciertos de hip hop, las sombras de los bailes...

La lección del huerto

También quedará la huella física de los Obama y en ningún lugar será más visible y duradera que en el jardín, donde la primera dama puso en marcha un huerto que se ha convertido ya en permanente y cuya última ampliación, financiada con 2,5 millones de dólares de fondos privados, se presentó el pasado octubre. Es, como tantas otras cosas que quedan de la primera Casa Blanca negra, algo más que un símbolo.

Y tiene el espíritu del que habló Michelle Obama cuando lo inauguró en el 2009: «Este jardín nos ha enseñado que si tenemos el coraje de plantar una semilla, simplemente de ser lo suficientemente valientes para plantarla, y luego la cuidamos, la regamos, invitamos a amigos a que nos ayuden, sorteamos las tormentas que inevitablemente llegarán, no sabemos qué puede crecer...». Para concluir: «Eso me ha enseñado este huerto: a no tener miedo en esos esfuerzos, intentar cosas nuevas, no tener miedo de fracasar».