Hace seis años que el barcelonés Félix de Azúa se fue a Madrid, creó una familia cuando le tocaba ser abuelo y desde allí no ha hecho más que dar bocinazos contra sus tirios y troyanos particulares. Se le puede querer y puede molestar, mucho: especialmente porque la moderación no va con él a la hora de explicar Cataluña en la capital española. Donde no hay discusión posible es en su excelencia lectora, que acaba de servir en el libro Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza) y que como su título indica es la continuación de un volumen que el autor publicó en 1998 en Anagrama. Y pueden haber pasado años, pero su pasión por la literatura sigue teniendo el mismo ímpetu y rigor.

-Usted publicó dos autobiografías un tanto sesgadas y especiales. ¿Este libro que da cuenta de sus lecturas podría ser complementario de aquellas?

-Yo más bien lo veo como un libro de autoayuda. Leer bien es algo muy difícil, en contra de lo que se cree. La gente piensa que se trata de coger un libro y de que este te guste o no. Para leer bien hay que aprender, y es difícil porque hay muy pocos maestros. Yo los he tenido muy buenos.

-¿Como quiénes?

-Bueno, los máximos fueron Juan Benet, Rafael Sánchez Ferlosio, Agustín García Calvo y Juan García Hortelano. Yo no tenía ninguna pretensión, simplemente les decía: «¿Qué tengo que leer?». Si sugerías Teophile Gautier, el maestro decía: «Mejor Proust». El maestro te evita perder tiempo. Luego, cuando ya has aprendido, puedes perderlo y leer novelas policíacas estupendas. Se trata de saber ver qué es lo perdurable y admirable. Eso es aprender.

-¿Constata que ahora hay menos maestros?

-Sí, pero por una razón muy comprensible: ahora la presencia física se hace muy difícil. Antes estábamos todos mezclados. A los 20 años, gente como Molina Foix, Javier Marías, Fernando Savater o yo mismo íbamos a casa de esos maestros, 20 años mayores que nosotros, y nos bebíamos su whisky. Ahora eso es imposible, los chavales utilizan maestros electrónicos que, de momento, se han revelado bastante incompetentes.

-Lo que nunca te ofrecerá un programa informático es emoción. Aquí no ha tratado de ser académico.

-He procurado condensar mi propio entusiasmo a ver si lo contagio un poco. Y claro, no es académico porque la universidad te enseña lo que un libro es pero jamás su significado profundo. Enseñar esa figura es la tarea de toda una vida.

-Ahí están Henry James, George Orwell, T. S. Eliot, Montaigne. ¿Son una especie de canon? Le aviso que las listas son uno de los principales ganchos en internet.

-No pretendía hacer un canon. Hay libros que me gustan mucho y no me atrevo a hablar de ellos. Me dan miedo.

-¿Cómo cuáles?

-La Biblia, por ejemplo. Es una lectura fundamental que los escritores anglosajones cultivan muchísimo y se les nota. Nosotros no la tenemos. Yo suelo leer la Biblia protestante española en la versión de Casiodoro de Reina. Es maravillosa. Castellano del siglo XVI. Es como si Cervantes la hubiera traducido.

-Habla de inocular el virus de la lectura. Pero ¿cómo hacerlo cuando las nuevas generaciones solo parecen interesadas por la velocidad? ¿Cómo seducirlas?

-Me gustaría creer que dentro de cinco o 10 años las cosas habrán cambiado, porque los aparatos que ahora tenemos nos parecerán rudimentarios y toscos. Quizá las tabletas parezcan libros de verdad con un tacto similar y se podrán pasar páginas. Pero hoy por hoy la lectura es una lucha perdida aunque el libro sigue siendo indestructible.

-Suele decirse que lectores, los buenos lectores, nunca han sido mayoría.

-Supongo que Paco Rico nos diría ahora cuánta gente leyó el Quijote en su momento. Muy poca, seguro. Así que si ahora volvemos a las cifras del siglo XVII tampoco pasa nada. El otro día leí un artículo sobre la feria del libro que decía que los autores literarios que más venden alcanzan cifras de 80.000 o 100.000 ejemplares, pero que alguien llamado Leónidas Prepucio, o algo así, un bloguero y presunto poeta, vendió 125.000. Contra eso no se puede luchar, hay que dejarlo donde está y nosotros seguir como si nada en nuestro reducto de aficionados. Con la literatura eterna.

-¿Eterna?

-Eterna quiere decir que uno se conmueve exactamente igual con la Antígona de Sófocles que con la última película de George Clooney.

-Eterna y nos prepara para la mortalidad.

-Claro, yo suelo decir que leer es ser partícipe del mundo de los muertos. Vivimos en un presente perpetuo. Esta actualidad no nos permite trasladarnos al pasado, solo muy rara vez, en series de televisión como Juego de tronos.

-Un pasado desvirtuado.

-Eso es. Tampoco hay futuro. Todos sabemos que el futuro se acabó.

-¿Es esa la característica de nuestra época?

-Claro. Mis abuelos eran muy creyentes, como todo el mundo en aquella época. Los creyentes tenían como futuro nada menos que la eternidad, lo que supone una gran diferencia con este momento. En el presente tenemos lo que nos rodea, ese gran follón ruidoso con las elecciones en Francia o la última de Esperanza Aguirre. Y luego, están los muertos. Que están ahí quietos y no molestan a nadie. Y cuando uno lee a Sófocles, Shakespeare, Dickens o Proust lo que hace es llamar a la tumba: «Toc, toc». «¿Quién es?». «Un lector». «Ah, pase, pase».

-Es una idea sobrecogedora.

-Tendría que dar esperanzas.

-¿Y se podrán trasmitir al futuro? -Yo creo que sí. Tengo una niña de 5 años. No la obligo a leer en absoluto. Le encantan las tablets y la televisión. Pero si tú le lees un libro y le dices: «Entonces el mago saltó por encima del horizonte» y le explicas lo que es el horizonte, ella deja de ser un sujeto pasivo porque en la lectura se puede preguntar e intervenir.

-La idea de que estamos en un fin de época está en el centro de nuestro discurso. ¿Deberíamos revisarlo?

-Pues yo voy más allá. Este no es un fin de época. Es un fin de era. Un cambio de era es una cosa brutal. Ha habido muy pocos

-¿Me explica la diferencia?

-Un fin de época es el paso del Románico al Gótico, un cambio tremendo. Pero un cambio de era es más sustancial. El cambio de era más fundamental en el género humano es el paso del Paleolítico al Neolítico. El paso de las tribus cazadoras nómadas con dioses orgánicos como el río o el árbol al Neolítico con sociedades agrarias establecidas que construyen ciudades e intentan cosas tan fundamentales como la paternidad, porque los hijos antes no eran de nadie. Otro cambio es el paso del paganismo al cristianismo.

-¿Y ahora qué somos, hombres de las cavernas, o seres más evolucionados?

-Pues yo diría que lo primero. Estamos entrando en una era, la era digital, en la que somos primitivos. Nos creemos muy modernos y es al revés. Esto es algo que le decía a mis alumnos cuando daba clases. Se enfadaban y abrían la boca cuando les decía que ahora la vida es peor que en la Edad Media.

-Bueno, yo ahí también abro la boca.

-A ver, hoy hay cosas muy buenas, por supuesto. Como los analgésicos que eliminan el dolor. Pero la vida en las aldeas era más sosegada y mucho más sabia.

-Para los campesinos trabajando de sol a sol quizá no.

-Sí, claro, pero con lo que se deben comparar es con los cinco millones de refugiados que en la actualidad malviven en los campos. Si miras a los miserables, mira a los de ahora. En la Edad Media podíamos levantar catedrales como Chartres financiadas por todos, por los pobres y los ricos, para reunirse allí.

¿No vale la Sagrada Familia?

-Esa es otra historia (ríe). Nos la construyen los turistas, nosotros somos incapaces de construir nada colectivo.

Novísimo poeta en sus comienzos, ensayista y narrador, Azúa ha sido catedrático de Estética y Teoría del Arte en la Politécnica de Barcelona.

Fuerte opositor al pujolismo cuando no tocaba, su elegante ironía de otros tiempos se ha ido haciendo con los años más agria. Ahora tira con bala contra el nacionalismo y contra Ada Colau y los dirigentes de Podemos.

Entre sus novelas más celebradas se encuentran’Historia de un idiota contada por sí mismo’ y ‘Diario de un hombre humillado’.

Desde hace dos años ocupa el sillón H de la Real Academia Española.