No son pocos los viajeros que, mientras pasean absortos por el patio de columnas de la Mezquita-Catedral, cautivados por el hechizo de su mágica iluminación, dan un pequeño brinco al bajar la mirada y comprobar que sus pies se posan sobre la lápida de una tumba. Porque, como cualquier templo de su época, la primera iglesia de la Diócesis de Córdoba es un gran cementerio, plagado de sepulcros y laudas con los nombres y símbolos de poder de quienes yacen en su interior.

La mayoría pertenecen a obispos y dignidades del Cabildo, pero también gozaron el privilegio de descansar allí por toda la eternidad las élites sociales y los personajes célebres de la ciudad, lo que ha supuesto una importante ayuda económica para el mantenimiento del edificio a lo largo de su historia. Entre las figuras más notables inhumadas en nuestro monumento más universal destacan el insigne poeta Luis de Góngora, el Inca Garcilaso y el pintor renacentista Pablo de Céspedes.

Quizás sea que los numerosos relieves que decoran sus lápidas -entre los que abundan guadañas, calaveras con dos tibias cruzadas, relojes de arena y multitud de símbolos que aluden al tránsito a la otra vida- crean un ambiente propicio para la fantasmagoría, pero lo cierto es que no son pocos los relatos que han llegado a mis oídos sobre espectros de otras épocas que cada noche abandonan sus sepulcros y vagan libremente entre sus capillas. La mayoría de ellos se basan en vagos testimonios carentes de fundamento, y podrían deberse a la simple sugestión. Pero hay uno que cuenta con personajes históricos perfectamente identificados, y que quizás por eso llama poderosamente mi atención: se trata de la historia, real y documentada, de Doña Juana Alfonso de Sousa, una cordobesa de familia noble que mantuvo un largo y ardiente romance con el rey castellano Enrique II de Trastámara.

Entre 1370 y 1378, el monarca y doña Juana pasaron juntos largas noches de pasión en el Alcázar, y fruto de esta relación extramatrimonial la noble quedó embarazada de un niño que recibiría el nombre de Enrique de Castilla y Sousa. Pero en aquel tiempo los reyes cambiaban rápidamente de parecer, y pronto el Trastámara se encaprichó de otra mujer. Para compensarles, a su bastardo recién nacido le otorgó los títulos de duque de Medina Sidonia y de conde de Cabra, y le regaló los señoríos de Alcalá de los Gazules y Morón, además del palacio situado en el número trece de la actual calle Rey Heredia; y a su antigua amante, como era costumbre, le buscó un marido rico que le asegurara una desahogada existencia. Pero doña Juana, todavía enamorada de su majestad, rechazó la oferta al no verse capaz de amar a otro hombre. Pocos meses después, el rey de Castilla fallecía, y la noble cordobesa no tuvo más remedio que centrar su vida en el más vivo recuerdo que aún conservaba de él: el hijo nacido del amor que ambos se profesaron.

Pero en 1404, un inesperado suceso truncó toda su existencia: a la corta edad de veintisiete años, su hijo Enrique murió repentinamente, quedándose la mujer sola y desamparada. La conmoción en Córdoba fue inmensa, y el sucesor de Enrique II en el trono de Castilla, Enrique III, ordenó para su hermano un entierro solemne en un lugar privilegiado de la Catedral. El dolor de esta madre debió ser tan intenso que sus contemporáneos aseguraban que perdió la cordura, llegando a pasarse varios días encerrada en una habitación con la única compañía del cadáver de su hijo. Además, solicitó al Cabildo poder instalarse en una habitación dentro del propio templo, para poder pasar el resto de sus días cerca de la tumba de Enrique. Después de conseguirlo, nunca volvió a salir del edificio. En 1442, con ochenta y nueve años y después de casi cuatro décadas de reclusión voluntaria, doña Juana falleció, dejando escrita en su testamento su última voluntad de ser enterrada junto a su hijo.

Afirma la leyenda que desde entonces cada noche, cuando se apagan las luces del monumento, una silueta blanca con un vestido vaporoso deambula por el patio de columnas, repitiendo cada día, al abrigo de las sombras, el mismo recorrido. El que la lleva hasta una pequeña tumba aislada de piedra gris, situada a la izquierda de la Capilla Mayor, donde se puede leer en castellano antiguo «Aquí yace Don Enrique de Castilla, Duque de Medina Sidonia, Conde de Cabra, señor de Alcalá y Mora. Hijo del rey Don Enrique II el Magnífico». Porque existen pocas fuerzas en el Universo tan poderosas como el amor de una madre a su hijo; capaces, quizás, incluso de traspasar la frontera entre la vida y la muerte.

(*) El autor es escritor y director de Córdoba Misteriosa. Puede seguir su trabajo en www.josemanuelmorales.net