Esta tarde tendrá lugar en nuestra ciudad la celebración del Corpus Christi, que comenzará con una eucaristía presidida por el obispo de Córdoba, y culminará con la hermosa custodia de Enrique de Arfe procesionando por los alrededores de la Mezquita-Catedral.

Dada la importancia de dicha festividad para la Iglesia católica, el Corpus siempre se ha homenajeado en Córdoba con gran esplendor. Sin embargo, no son pocos los que al asistir por primera vez a esta cita religioso-popular, y a la espera de encontrar una talla como las que se sacan en Semana Santa, se sorprenden al observar cómo el desfile se desarrolla en torno a un relicario gótico de más de 200 kilos, que guarda en su interior una pequeña hostia con forma circular. «¿Qué sentido tiene?», se preguntan asombrados. Para responder a la cuestión, será necesario comprender el contexto histórico en el que nace esta antigua tradición.

Para la rama católica del cristianismo, el Corpus Christi es la celebración del misterio de la transustanciación, es decir, el proceso según el cual el pan y el vino, tras la consagración del sacerdote, dejan de ser las sustancias que eran antes para convertirse en otras nuevas: el cuerpo y la sangre de Jesús. A principios del siglo XVI, Martín Lutero impulsó la Reforma Protestante, que reestructuró la mayoría de iglesias europeas y, entre otras medidas, propuso rechazar esta idea de la transformación «mágica» de los alimentos. Ante el importante debilitamiento que estaba sufriendo, la Iglesia católica contraatacó con la Contrarreforma, que eliminó los ritos locales y estableció la Eucaristía, de forma dogmática, como el único y auténtico sacrificio expiatorio.

A partir de ese momento, se alentó a los obispos a sacar el misterio eucarístico del templo, y a recorrer las calles en loor de multitudes, arropado por los más eméritos de la sociedad. Se trataba de acercar al pueblo llano la parte más mágica e incomprensible del ritual católico, pero sobre todo, de sacar músculo frente a la escisión protestante. Y nos guste o no, este acto que comenzó como un instrumento político, una demostración de fuerza de la religión predominante en nuestro país, ha llegado hasta nuestros días convertido en una parte fundamental de la tradición española.

Entre las múltiples historias a las que ha dado lugar la celebración del Corpus en la capital cordobesa, destaca la que recoge Ramírez de Arellano en sus Paseos por Córdoba, ocurrida hace varios siglos en las inmediaciones de la Iglesia de la Magdalena. Según relataba el genial cronista, en aquella época, toda la nobleza del barrio acudía a la procesión que salía de dicha iglesia, y los miembros de las familias ilustres disfrutaban se su sitio reservado en primera fila. Pero hubo un año en que un humilde hortelano no respetó esta regla no escrita, ocupando el lugar de Don Luis Fernández de Córdoba, un altivo aristócrata vecino de Santa Marina.

El noble reclamó su posición «con esos modos con que los superiores de escaso talento mandan a sus inferiores», instando al campesino a que se fuera algunas filas más atrás con los de su clase. Tras varias negativas del hortelano, el Fernández de Córdoba no pudo contener su soberbia, y desenvainando su espada, dio muerte a aquel desdichado, cuyo cuerpo cayó fulminado a los pies de la procesión. Acto seguido, y ante el alboroto que se generó, el aristócrata intentó huir para pedir asilo en sagrado -recordemos que en aquella época las leyes civiles no tenían efecto dentro de la casa de Dios, por lo que un criminal no podía ser capturado si se refugiaba en una iglesia-, pero la enfurecida esposa de la víctima se abalanzó sobre él para evitar que cruzara el umbral del templo, reteniéndolo hasta la llegada de las autoridades.

Don Luis Fernández de Córdoba, que por su condición de noble no podía compartir cautiverio con los presos generales, fue encerrado en la torre de los Donceles, que por entonces se alzaba frente a la iglesia de la Magdalena. Durante meses, su familia utilizó todo su poder para conseguir la libertad de este arrogante miembro de su linaje, sin ser conscientes de que, por mucha influencia que su apellido tuviera en la Justicia de la Tierra, carecían de cualquier control sobre la del Cielo. Así fue como, justo antes de ser liberado, Don Luis se asomó desde lo más alto de la torre, momento preciso en el que la almena en la que estaba apoyado se fracturó, dejando caer al noble desde las alturas. «¡Justicia del Cielo!», reza la leyenda que gritó la viuda del hortelano, que casualmente pasaba por allí, al comprobar junto al cadáver que el asesinato de su marido finalmente no quedaría impune.

(*) El autor es escritor y director de «Córdoba Misteriosa». Puede seguir su trabajo en www.josemanuelmorales.net