Con que las últimas semanas andábamos en esta página Mediterráneo arriba, Mediterráneo abajo, cuando un viaje a Castilla y León me ha llevado directamente a decorados romanos --el acueducto- y medievales. Aunque ya no sé si llamar viaje a recorrer distancias de 500 ó 600 km, teniendo en cuenta que, últimamente, las personas que me son próximas se van a Tanzania, a Taiwán o, lo más cerquita, a Londres. Estarán ustedes pensando, y aciertan, que en el viaje no me he dejado atrás -no cuenten calorías, por favor- el chuletón de Ávila, el cochinillo de Segovia, los judiones de allá y acá, la cecina de León, el cordero de Aranda de Duero, la morcilla de Burgos, el verdejo de Rueda y el tinto de la Ribera del Duero. Por cierto, en Ávila y Segovia el tapeo es excelente y económico. Para que se hagan una idea, aunque está feo hablar de dinero, el precio medio de la caña ronda los 1’40 euros, y con ella sirven gratis, por ejemplo, un plato de calamares fritos, que aquí pasaría por más de media ración.

Hablando de tapas, cuántas veces habremos denostado de compartir platos, especialmente los caldosos. Aquí defendemos la idea de la tapa individual. Pues nada, en el medievo, tan tranquilos. La mesa se montaba sobre caballetes, porque luego se desmontaba, ya que el salón solía ser multiusos. De ahí viene lo de poner y quitar la mesa. Todos comían a la vez: señores, familia, invitados y sirvientes, y lo hacían todos del mismo plato, con sólo una cuchara de madera, que iban usando por turnos. ¡Vaya asco! Y si se ponían más cucharas, cabían a una cada dos personas siendo optimistas. Se entiende ahora que en el caso de que alguien se tome demasiada confianza con nosotros o nos moleste con algún comentario personal, se le recrimine con aquello de ¿cuándo hemos comido usted y yo juntos en el mismo plato? En esas mesas sin manteles, servilletas, ni platos suficientes, a veces, los alimentos se servían sobre rebanadas de pan que, si sobraba, iban a parar a los pobres. Ya me dirán. En cuanto a la bebida, casi peor. Los más importantes disponían de vasos; los que no tenían, bebían directamente del jarro. Las mesas más ricas, las de los reyes, gozaban de algunos refinamientos más y mayor abundancia de menaje, pero siempre sin llegar a la unidad por comensal. En fin, volviendo al Mediterráneo, qué diferentes de la antigua sofisticación romana y del simultáneo y luminoso Califato.