Yo, subiendo la cuesta de la calle Rey Heredia, ellas, bajando, nos cruzamos a la altura de la calle Encarnación. Es un grupo de mujeres de mediana edad, quizás algo más que mediana, que han elegido como elemento de identificación -son quince- una flor naranja en la cabeza. Una lleva un plano en la mano que le sirve de poco, porque no para de darle vueltas entre las manos: «¿Dónde estará la calle Rey Heredia?», le oigo. «Vamos a preguntar», dice otra. No hace falta que me digan nada, porque ya me he parado y, sin esperar la pregunta, a la vez que señalo con el brazo hacia delante y hacia atrás, informo: «Ésta es la calle Rey Heredia». Me rodean, agradecidas de encontrar alguna referencia segura en este laberinto, y pasan a lo que verdaderamente les interesa: ¿Por dónde se va al Museo Arqueológico?

Ataviadas de esa guisa, no les veo mucha pinta de museos --más bien de disfrutar unos cuantos patios-- pero les indico la calle Bataneros, que está al lado, e incluso me ofrezco a acompañarlas --total, no tengo prisa en ese momento y no me importa perder unos minutos en aras a la hospitalidad-- cosa que ellas aceptan y celebran. Tengo curiosidad por saber si verdaderamente van al Museo Arqueológico. Miro el reloj. Son las trece y tres minutos. Definitivamente, van al Museo porque han quedado allí con otras quince; su destino es la Plaza de la Corredera y están buscando un atajo. También me hablan de salmorejo, de tortillas de patatas, de flamenquines y de rabos de toro. Que dónde les aconsejo. ¡Bonita cosa! Como si fuese fácil elegir entre tanta oferta. «Lo difícil», digo yo, «es que encontréis sitio para treinta sin haber reservado», pero ellas han encontrado veta y me siguen preguntando, esta vez sobre la diferencia entre copa y medio.

Súbitamente, el aire se inunda de olor a pollo asado y mis protegidas lo detectan enseguida: «Pollo asado, pollo asado, pollo asado», repiten como un mantra. Yo sé de dónde viene: del asador que hay en la Plaza de Abades. Las dejo decidiendo si tiran para acá o para allá. Mientras sigo mi camino, reflexiono acerca de nuestra imagen gastronómica ante el visitante. ¿De verdad todo se reduce a tres o cuatro platos? Ahora que lo pienso --habría sido importante para mi encuesta-- he olvidado preguntarles de dónde son.