Me hallo en la Providencia del Corregidor con la desa hecha un lío, sin una lágrima de Rute y abandonado por mis otros yo. Lo reconozco, me gusta Cataluña. Quiero decirlo alto y claro pero sin hacer ruido. Me gusta Cataluña como pueblo, una palabra con mejor sonido que nación, que es un invento de la alta burquesía y uno siempre ha sido de la puta base, la que no quiere fronteras excepto con Suiza, Andorra, Panamá y otros nidos de cuervos. Me gusta más la Cataluña andaluza que la Andalucía catalana de esos que sueñan, como todo político que se precie, con poder ser algún día el poder proletario que todo lo puede o podría. No hace falta decir que entre esa buena gente hay algunos a los que profeso un gran simpatía, y mira por donde me ha salido un ripio. Nada que ver con los referumdosos curas catalanes, más preocupados por asuntos terrenales que por cuestiones divinas como la subida de las pensiones que no se lo cree ni Fátima Báñez, la rociera.

Llegué a Hospitalet de Llobregat en 1964, con 17 años mal cumplidos, y me puse a currar en una inmobiliaria, de mecanógrafo y auxiliar administrativo, que ha sido siempre, junto con los trabajos de peón de albañil, camarero y repartidor, lo que en mi estrecha vida me ha sacado del arroyo. Allí aprendí a leer catalán, mucho más fácil que el montemayuzo o el achuscarrao. En Hospitalet conocí a gente buena de Fernán Núñez, Montemayor, Doña Mencía, La Rambla, Posadas, Puente Genil y muchos más pueblos de Córdoba cuyos nombres me eran desconocidos porque mi juventud pajillera la había pasado en León y la infancia de monaguillo la ocupó toda el latín.

En 1967 tuve un amigo en el Tercio sahariano D. Juan de Austria, III de la Legión y otro en la agrupación de Tropas Nómadas de El Aaiún. Los dos eran catalanes y acabamos los tres en el talego, siempre por la maldita grifa de Ketama.

En 1972 me planté en Mataró contratado por una fábrica de tricotosas como fresador de 2ª, título que obtuve en la Universidad Laboral de Córdoba junto con Rafael Fernández, Luis Chavero y Miguel Cabrera gracias a los ilustres profesores Rafael Tena y Manuel Carmona. Fijé mi residencia en pleno barrio chino de Barcelona. El trayecto diario en metro y autobús ilustrado con lecturas de periódicos y revistas, las encantadoras charlas de muchos viajeros, me ayudaron a conocer el mundo que me rodeaba. Al año siguiente volví a Córdoba, me casé y me llevé a mi María a vivir en Santa Coloma de Gramanet y Montcada. Trabajé en Tarragona, Reus, Tortosa. Y qué más voy a contar. Quizá recordar mis viajes a Toulouse en los años 80 cuando Antonio Gómez ‘El Papi’ anduvo por allí exiliado y cada visita era inolvidables reuniones con lo mejor del anarquismo catalán de aquella época.