La tarde del 27 de diciembre de 1731, el pequeño Alonso Ruperto no regresó a casa después de jugar con sus amiguitos. Nadie sabía dónde podía haber ido el hijo de Diego y Ana, dos humildes campesinos de Puente Genil, que con tan solo tres añitos había desaparecido sin dejar rastro. Algunos admitían haber visto pasar por las inmediaciones del lugar a un misterioso encapuchado embozado en una capa oscura, pero nadie podía aportar ninguna prueba consistente al respecto. Conforme pasaban los días, el clima de angustia y preocupación iba en aumento, hasta que justo a los siete días, las autoridades confirmaban a los padres la terrible noticia. El dramático suceso conmocionó a todo el pueblo, ya que el cuerpecito, que fue hallado por unos pastores de la zona, presentaba claros síntomas de tortura. La exploración del cadáver revelaba numerosos moratones y varias cuchilladas en cabeza, pies y manos. Durante los días siguientes, una nube de tristeza oscureció toda la Campiña Sur cordobesa. Se montó una multitudinaria capilla ardiente en casa del abuelo, por la que pasaron todos los vecinos, pero las constantes muestras de duelo y cariño no aliviaban el profundo dolor en las almas de sus familiares.

Fue entonces cuando un suceso inesperado lo cambiaría todo. Durante el velatorio, la hermana de la madre aseguró haber visto una gota de sangre deslizarse sobre el pecho del niño. Pronto, todos los presentes se arremolinaron ante el cuerpecito, constatando que ciertamente seguía brotando sangre fresca de sus heridas. Y así cayeron en la cuenta de un detalle que hasta ahora habían pasado por alto: a pesar de llevar más de una semana muerto, su carne no mostraba ninguna señal de descomposición. Teniendo en cuenta que el cadáver había estado varios días a la intemperie hasta ser descubierto, no reflejaba las muestras habituales de putrefacción. Argumentos más que suficientes para que todos creyeran encontrarse ante un acontecimiento milagroso.

Pronto un halo sobrenatural rodeó el luctuoso suceso, elevando al malogrado niño a la categoría de un mártir cristiano. Y el rumor se cundió inevitablemente por toda la comarca. El fervor popular se disparó hasta tal punto que la noticia llegaría a oídos del Pontífice de Roma, a quien los lugareños pedirían la canonización del pequeño Alonso. Poco después, su diminuto cuerpo sería introducido en una urna sellada por tres llaves, y trasladado en medio de una multitudinaria procesión hasta la iglesia mayor del pueblo. A día de hoy, los ponteños aún recuerdan la leyenda cada vez que contemplan sus restos en una urna, que más de dos siglos después continúan expuestos en la antigua parroquia de Nuestra Señora de la Purificación.

(*) El autor es escritor y director de ‘Córdoba Misteriosa’. Puede seguir su trabajo en www.josemanuelmorales.net