Frente a la iglesia El Salvador de Pedroche, hay una vivienda tradicional con una historia fascinante. Según recogía el organista Adriano Moral en su obra Pedroche monumental, la misma era conocida como «casa de las lágrimas», debido al trágico suceso en el que se vieron envueltos sus antiguos inquilinos a principios del siglo XVI. Se trataba de una familia de origen hebreo, formada por un guarnicionero toledano llamado Moisés, que había acumulando cierto patrimonio vendiendo sus excelentes correas para carruajes, y su bellísima hija Ester, vivo retrato de su fallecida madre y orgullo de los judíos de la comarca.Sus vidas transcurrían sin sobresaltos por las dehesas de encinas de la tranquila villa hasta que, un mal día, todo cambió de repente. La joven se había enamorado de un mancebo cristiano llamado Agustín, y estaba dispuesta a renunciar a sus creencias y bautizarse para contraer matrimonio en la iglesia del pueblo. Los amigos de su padre lo entendían como un desprecio a su religión, y consideraban aquel amor como una terrible desgracia para toda su estirpe. Una noche, toda la comunidad judía de los alrededores se reúne bajo el torreón de la parroquia, engalanada con sus mejores vestimentas. Abrigado por las sombras, un grupo donde se entremezclan hombres y mujeres de todas las edades, se coloca en círculo alrededor del cuerpo yaciente de la joven, que lleva puesto su vestido de novia. Pero el blanco radiante de la tela está salpicado por numerosas manchas de sangre. El infame silencio solo se rompe cada vez que una nueva roca impacta con violencia sobre Ester, que hace rato que dejó de respirar. El Consejo de Sabios ha dispuesto que su sacrificio será el mejor escarmiento para otras adolescentes judías que estén pensando también en despreciar su fe. En el lugar del martirio brotó un extraño rosal, cuyas hojas fue a cortar su amado Agustín en secreto, con el fin de trasladarlo al jardín de su casa. Cuenta la tradición que, al primer azadonazo, los pétalos de las rosas se iluminaron y, de repente, su amada apareció ante el asombrado muchacho. La figura espectral se mostraba especialmente deslumbrante, con un ramo de rosas entre las manos y el vestido con el que pensaba casarse blanco e impoluto. Pero al girarse y juntar sus labios con los del joven cristiano, dicen que su luz se apagó para siempre, y su figura se desvaneció entre tinieblas. Afirman las crónicas que, a la mañana siguiente, las campanas de la Ermita de Santa María del Castillo doblaron, con más amargura que nunca, por el alma del desgraciado Agustín.

(*) El autor es escritor y director de ‘Córdoba Misteriosa’. Puede seguir su trabajo en www.josemanuelmorales.net